Una
bofetada
Acosta,
mayordomo del Meteoro que remontaba el Alto Paraná cada quince días,
sabía bien una cosa, y es ésta: que nada es más rápido, ni aun la
corriente del mismo río, que la explosión de una damajuana de caña
lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar
en un terreno harto conocido de él.
Por
regla absoluta –con una sola excepción– que es ley en el Alto
Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la
venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuere su origen. En
los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la
memoria de los mensú. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían
en dos horas con el obraje más militarizado.
A
Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su
ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a
los mensú en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán
lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente
por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no
pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.
Ahora
bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera
tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su
prudencia. El resultado fue un regocijo tan profundo, que se
desencadenó entre los mensú una vertiginosa danza de baúles y
guitarras que volaban por el aire.
El
escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros,
siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las
cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el
golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante,
se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco
que los demás, y todo volvió a su norma. Pero ahora tocaba el turno
a Acosta. El dueño del obraje, suyo era el puerto en que estaba
detenido el vapor, la emprendía con él:
—¡Usted,
y sólo usted, tiene la culpa de estas cosas! ¡Por diez miserables
centavos, echa a perder a los peones y ocasiona estos bochinches!
El
mayordomo, a fuer de mestizo, contemporizaba.
—¡Pero
cállese, y tenga vergüenza! –proseguía Korner–. Por diez
miserables centavos... ¡Pero le aseguro que en cuanto llegue a
Posadas, denuncio estas picardías a Mitain!
Mitain
era el armador del Meteoro, lo que tenía sin cuidado a Acosta, quien
concluyó por perder la paciencia.
—Al
fin y al cabo –respondió– usted nada tiene que ver en esto... Si
no le gusta, quéjese a quien quiera... En mi despacho yo hago lo que
quiero.
—¡Es
lo que vamos a ver! –gritó Korner, disponiéndose a subir. Pero en
la escalerilla vio por encima de la baranda de bronce al mensú atado
al palo mayor. Había o no ironía en la mirada del prisionero;
Korner se convenció de que la había, al reconocer en aquel
indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta, a un peón con quien
había tenido algo que ver tres meses atrás.
Se
encaminó al palo mayor, más rojo aún de rabia. El otro lo vio
llegar, sin perder un instante su sonrisita.
—¡Conque
sos vos! –le dijo Korner–. ¡Te he de hallar siempre en mi
camino! Te había prohibido poner los pies en el obraje, y ahora
venís de allí... ¡compadrito!
El
mensú, como si no oyera, continuó mirándolo con su minúscula
sonrisa. Korner, entonces, ciego de ira, lo abofeteó de derecha y
revés.
—¡Tomá!...
¡compadrito! ¡Así hay que tratar a los compadres como vos!
El
mensú se puso lívido, y miró fijamente a Korner, quien oyó
algunas palabras:
—Algún
día...
Korner
sintió un nuevo impulso de hacerle tragar la amenaza, pero logró
contenerse y subió, lanzando invectivas contra el mayordomo que
traía el infierno a los obrajes.
Mas
esta vez la ofensiva correspondía a Acosta. ¿Qué hacer para
molestar en lo hondo a Korner, su cara colorada, su lengua larga y su
maldito obraje?
No
tardó en hallar el medio. Desde el siguiente viaje de subida, tuvo
buen cuidado de surtir a escondidas a los peones que bajaban en
Puerto Profundidad (el puerto de Korner) de una o dos damajuanas de
caña. Los mensú, más aullantes que de costumbre, pasaban el
contrabando en sus baúles, y esa misma noche estallaba el incendio
en el obraje.
Durante
dos meses, cada vapor que bajaba el río después de haberlo
remontado el Meteoro, alzaba indefectiblemente en Puerto Profundidad
cuatro o cinco heridos. Korner, desesperado, no lograba localizar al
contrabandista de caña, al incendiario. Pero al cabo de ese tiempo,
Acosta había considerado discreto no alimentar más el fuego, y los
machetes dejaron de trabajar. Buen negocio, en suma, para el
correntino, que había concebido venganza y ganancia, todo sobre la
propia cabeza pelada de Korner.
*
* *
Pasaron
dos años. El mensú abofeteado había trabajado en varios obrajes,
sin serle permitido poner una sola vez los pies en Puerto
Profundidad. Ya se ve: el antiguo disgusto con Korner y el episodio
del palo mayor, había convertido al indiecito en persona poco grata
a la administración. El mensú, entretanto, invadido por la molicie
aborigen, quedaba largas temporadas en Posadas, vagando, viviendo de
sus bigotitos en punta que encendían el corazón de las mensualeras.
Su corte de pelo en melena corta, sobre todo, muy poco común en el
extremo norte, encantaba a las muchas con la seducción de su aceite
de violentas lociones.
Un
buen día se decidía a aceptar la primer contrata al paso, y
remontaba el Paraná. Chancelaba presto su anticipo, pues tenía un
magnífico brazo; descendía a este puerto, a aquél, los sondaba
todos, tratando de llegar adonde quería. Pero era en vano. En todos
los obrajes se le aceptaba con placer, menos en Profundidad; allí
estaba de más. Le entraba entonces nueva crisis de desgano y
cansancio, y tornaba a pasar meses enteros en Posadas, el cuerpo
enervado y el bigotito saturado de esencias.
Corrieron
aún tres años. En ese tiempo el mensú subió una sola vez el Alto
Paraná, habiendo concluido por considerar sus medios de vida
actuales mucho menos fatigoso que los del monte. Y aunque el antiguo
y duro cansancio de los brazos era ahora reemplazado por la constante
fatiga de las piernas, hallaba aquello de su gusto.
No
conocía –o no frecuentaba, por lo menos– de Posadas, más que la
Bajada, y el puerto. No salía de ese barrio de los mensú; pasaba
del rancho de una mensualera a otro; luego iba al boliche, después
al puerto, a festejar en coro de aullidos el embarque diario de los
mensú, para concluir de noche en los bailes a cinco centavos la
pieza.
—¡Ché
amigo! –le gritaban los peones–. ¡No te gusta más tu hacha! ¡Te
gusta la bailanta, ché amigo!
El
indiecito sonreía, satisfecho de sus bigotitos y su melena lustrosa.
Un
día, sin embargo, levantó vivamente la cabeza y la volvió, toda
oídos, a los conchabadores que ofrecían espléndidos anticipos a
una tropa de mensús recién desembarcados. Se trataba del arriendo
de Puerto Cabriuva, casi en los saltos del Guayra, por la empresa que
regenteaba Korner. Había allí mucha madera en barranca, y se
precisaba gente. Buen jornal, y un poco de caña, ya se sabe.
Tres
días después, los mismos mensús que acababan de bajar extenuados
por nueve meses de obraje, tornaban a subir, después de haber
derrochado fantástica y brutalmente en cuarenta y ocho horas
doscientos pesos de anticipo.
No
fue poca la sorpresa de los peones al ver al buen mozo entre ellos.
—¡Opama
la fiesta, ché amigo! –le gritaban–. ¡Otra vez la hacha,
añámb!...
Llegaron
a Puerto Cabriuva, y desde esa misma tarde su cuadrilla fue destinada
a las jangadas.
Pasó,
por consiguiente, dos meses trabajando bajo un sol de fuego, tumbando
vigas desde lo alto de la barranca al río, a punta de palanca, en
esfuerzos congestivos que tendían como alambres los tendones del
cuello a los siete mensús enfilados.
Luego
el trabajo en el río, a nado, con veinte brazas de agua bajo los
pies, juntando los troncos, remolcándolos, inmovilizados en los
cabezales de las vigas horas enteras, con la cabeza y los brazos
únicamente fuera del agua. Al cabo de cuatro, seis horas, el hombre
trepa a la jangada, se le iza, mejor dicho, pues está helado. No es
extraño, pues, que la administración tenga siempre reservada un
poco de caña para estos casos, los únicos en que se infringe la
ley. El hombre toma una copa, y vuelve otra vez al agua.
El
mensú tuvo así su parte en este rudo quehacer, y bajó con la
inmensa almadía hasta Puerto Profundidad. Nuestro hombre había
contado con esto para que se le permitiera bajar en el puerto. En
efecto, en la comisaría del obraje o no se le reconoció, o se hizo
la vista gorda en razón de la urgencia del trabajo. Lo cierto es que
recibida la jangada, se le encomendó al mensú, conjuntamente con
tres peones, la conducción de una recua de mulas a la Carrería,
varias leguas adentro. No pedía otra cosa el mensú, que salió a la
mañana siguiente, arreando su tropilla por la picada maestra.
Hacía
ese día mucho calor. Entre la doble muralla de bosque, el camino
rojo deslumbraba de sol. El silencio de la selva a esa hora parecía
aumentar la mareante vibración del aire sobre la arena volcánica.
Ni un soplo de aire, ni un pío de pájaro. Bajo el sol a plomo que
enmudecía a las chicharras, la tropilla aureolada de tábanos
avanzaba monótonamente por la picada, cabizbaja de modorra y luz.
A
la una los peones hicieron alto para tomar mate. Un momento después
divisaban a su patrón que avanzaba hacia ellos por la picada. Venía
solo, a caballo, con su gran casco de pita. Korner se detuvo, hizo
dos o tres preguntas al peón más inmediato, y recién entonces
reconoció al indiecito, doblado sobre la pava de agua.
El
rostro sudoroso de Korner enrojeció un punto más, y se irguió en
los estribos.
—¡Eh,
vos! ¿Qué hacés aquí? –le gritó furioso. El indiecito se
incorporó sin prisa.
—Parece
que no sabe saludar a la gente –contestó avanzando hacia su
patrón.
Korner
sacó el revólver e hizo fuego. El tiro tuvo tiempo de salir, pero a
la loca: un revés de machete había lanzado al aire el revólver,
con el índice adherido al gatillo. Un instante después Korner
estaba por tierra, con el indiecito encima.
Los
peones habían quedado inmóviles, ostensiblemente ganados por la
audacia de su compañero.
—¡Sigan
ustedes! –les gritó éste con voz ahogada, sin volver la cabeza.
Los otros prosiguieron su deber, que era para ellos arrear las mulas
según lo ordenado, y la tropilla se perdió en la picada.
El
mensú, entonces, siempre conteniendo a Korner contra el suelo, tiró
lejos el cuchillo de éste, y de un salto se puso de pie. Tenía en
la mano el rebenque de su patrón, de cuero de anta.
—Levantáte
–le dijo.
Korner
se levantó, empapado en sangre e insultos, e intentó una embestida.
Pero el látigo cayó tan violentamente sobre su cara que lo lanzó a
tierra.
—Levantáte
–repitió el mensú.
Korner
tornó a levantarse.
—Ahora
caminá.
Y
como Korner, enloquecido de indignación, iniciara otro ataque, el
rebenque, con un seco y terrible golpe, cayó sobre su espalda.
—Caminá.
Korner
caminó. Su humillación, casi apoplética, su mano desangrándose,
la fatiga, lo habían vencido y caminaba. A ratos, sin embargo, la
intensidad de su afrenta deteníalo con un huracán de amenazas. Pero
el mensú no parecía oír. El látigo caía de nuevo, terrible,
sobre su nuca.
—Caminá.
Iban
solos por la picada, rumbo al río, en silenciosa pareja, el mensú
un poco detrás. El sol quemaba la cabeza, las botas, los pies. Igual
silencio que en la mañana, diluido en el mismo vago zumbido de la
selva aletargada. Sólo de vez en cuando sonaba el restallido del
rebenque sobre la espalda de Korner.
—Caminá.
Durante
cinco horas, kilómetro tras kilómetro, Korner sorbió hasta las
heces la humillación y el dolor de su situación. Herido, ahogado,
con fugitivos golpes de apoplejía, en balde intentó varias veces
detenerse. El mensú no decía una palabra, pero el látigo caía de
nuevo, y Korner caminaba.
Al
entrar el sol, y para evitar la Comisaría, la pareja abandonó la
picada maestra por un pique que conducía también al Paraná.
Korner, perdida con ese cambio de rumbo la última posibilidad de
auxilio, se tendió en el suelo, dispuesto a no dar un paso más.
Pero el rebenque, con golpes de brazo habituado al hacha, comenzó a
caer.
—Caminá.
Al
quinto latigazo Korner se incorporó, y en el cuarto de hora final
los rebencazos cayeron cada veinte pasos con incansable fuerza sobre
la espalda y la nuca de Korner, que se tambaleaba como sonámbulo.
Llegaron
por fin al río, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo
que subir a ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el
extremo opuesto, y allí, en el límite de sus fuerzas, se desplomó
de boca, la cabeza entre los brazos.
El
mensú se acercó.
—Ahora
–habló por fin– esto es para que saludés a la gente... Y esto
para que sopapeés a la gente...
Y
el rebenque, con terrible y monótona violencia, cayó sin tregua
sobre la cabeza y la nuca de Korner, arrancándole mechones
sanguinolentos de pelo.
Korner
no se movía más. El mensú cortó entonces las amarras de la
jangada, y subiendo en la canoa, ató un cabo a la popa de la almadía
y paleó vigorosamente.
Por
leve que fuera la tracción sobre la inmensa mole de vigas, el
esfuerzo inicial bastó. La jangada viró insensiblemente, entró en
la corriente, y el hombre cortó entonces el cabo.
El
sol había entrado hacía rato. El ambiente, calcinado dos horas
antes, tenía ahora una frescura y quietud fúnebres. Bajo el cielo
aún verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra
transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo, sólo una
línea ya.
El
mensú derivaba también oblicuamente hacia el Brasil, donde debía
permanecer hasta el fin de sus días.
—Voy
a perder la bandera –murmuraba, mientras se ataba un hilo en la
muñeca fatigada. Y con una fría mirada a la jangada que iba al
desastre inevitable, concluyó entre los
dientes:
—¡Pero
ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!
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