Este Blog está hecho para estudiantes de SECUNDARIA, tal como lo dice su título. La idea es ayudar a estudiantes de Educación Media uruguaya, a estudiar, y conseguir información BÁSICA para rendir exámenes o estudiar durante el año.
domingo, 28 de diciembre de 2014
lunes, 3 de marzo de 2014
Análisis del Romance del Prisionero
ROMANCE DEL PRISIONERO
Que por mayo era por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos se encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión;
que no se cuando es de día
ni cuando las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.
Características generales y tema
Este es un romance típicamente lírico. En él predomina la
emoción del juglar que a su vez parece ser el personaje de una historia con un
sentir particular. El carácter del romance es elegíaco. La Elegía es una
composición poética que se caracteriza por la expresión de dolor y melancolía.
Hay una atmósfera de muerte interior en él, una sensación de pérdida y dolor,
más allá de los límites de una prisión física.
Los cantos que exaltaban el amor (“canciones de Mayo” -
primavera en el hemisferio Norte) y las quejas de los prisioneros dan origen a
este romance.
Es evidente, entonces, que el tema del romance es la
soledad. Una soledad no sólo física sino mental y espiritual. Alguien que se
siente por fuera de este mundo, condenado a la marginación y al desamparo. Y
aún cuando hay una “avecilla” que sirve de nexo entre un mundo y otro, siempre
hay una injusticia que condena al hombre al más absoluto aislamiento.
Estructura externa e interna
En cuanto a la estructura externa, tenemos que tener
presente la definición misma de Romance. En un primer momento se llamó
“romance” a la lengua vulgar, en oposición al latín. Luego, la palabra se
utilizó para designar a una forma poética en ese tipo de lenguaje. Esta forma
tenía la particularidad de ser composiciones breves en principio de dieciséis
sílabas, orales, con rima asonante, y cuyo principio era abrupto y su final
trunco. Normalmente eran composiciones épico-líricas. Una vez que estos versos
fueron recogidos por la escritura, se prefirió el octosílabo, y por lo tanto
las rimas quedaron sólo en los versos pares.
En cuanto a la estructura interna, podríamos encontrar tres
partes: por un lado el mundo extramuros; por el otro, el mundo intramuros; y
por último, la conclusión, la ruptura de la conexión con esos mundos y como
consecuencia el aislamiento.
Mundo exterior o “extramuros”
En el comienzo se hace una descripción detallada el mundo
exterior a la cárcel. No sabemos quién habla, ni sabemos por qué necesita
expresarse. De ello nos daremos cuento en la mitad del poema.
El carácter lírico de la composición está dado por un
recurso habitual en los romances que es la repetición, en este caso: “Qué por
mayo, era por mayo”. Esta reiteración tiene múltiples fines. En primer lugar le
da al romance una musicalidad particular. En segundo lugar nos ubica en un
tiempo especial: la primavera, la estación del año dedicada a lo amoroso, a la
creación, a la belleza que la naturaleza regala. En tercer lugar, la
reiteración también es un recurso mnemotécnico, muy utilizado en las
composiciones orales. Y por último, y tal vez lo más importante, nos acentúa el
dolor del prisionero. A mitad del poema veremos que esa repetición no es más
que una constatación dolorosa de su condición marginal. Cada repetición de la
palabra “mayo” es una puñalada en su recuerdo, una certeza de sentirse fuera de
ese mundo maravilloso y “divino” al que ya no puede pertenecer.
La descripción del paisaje es con un tono melancólico que
recuerda la agonía de lo que se perdió, de lo que ya no es para este yo lírico.
Es el mundo de los recuerdos y es a través de la memoria que se construye este
cuadro de extramuros. Es el verbo ser en pasado “era”, y el adverbio “cuando”
lo que confirma ese mundo recordado. Esta tonalidad de remembranza es lo que da
patetismo al romance y a la primavera, porque sabemos que quien habla ya no
pertenece a ese mundo, no es parte de él, y tal vez, ya no tiene más esperanza
de serlo. La primavera está vedada para él.
Es la anáfora (repetición al principio del verso) “cuando”
en el segundo, tercero, quinto y séptimo
verso, lo que le da al poema el tono elegíaco. Vuelve siempre al adverbio no
sólo creando la sensación de musicalidad, sino también de desgarro, cada
“cuando” confirma la exclusión de su persona, y la angustia de no poder ser en
ese mundo.
Si el primer verso nos daba una ubicación temporal, el
segundo nos completa esa imagen con una sensación térmica: el calor.
Sugestivamente nos introduce en una atmósfera cálida, que recuerda la compañía,
el afecto, la calidez humana que el yo no tiene. También nos recuerda lo vital
para el hombre y la naturaleza. El calor que proviene del sol; símbolo de lo
masculino, necesario para cualquier proceso biológico, natural.
El recuerdo se vivifica a través del verbo “hace” en
presente. Así el prisionero es aún más miserable, porque el mundo exterior está
presente en él, pero él no puede parte de lo que sólo es añoranza. La primavera
es la estación del amor, de lo nuevo, del alumbramiento, de la creación, del
amor. De todo esto el prisionero no puede ser parte. Sólo le queda la condena
de recordarlo.
La naturaleza en su
esplendor reafirma lo natural, lo esperable y la lógica de un mundo en el que
él no puede ser parte.
El paralelismo sinonímico (cuando se utilizan dos sentencias
que repiten la misma estructura gramatical, y son entre sí sinónimas) - “cuando
los trigos se encañan/ y están los campos en flor” - ayudan a reafirmar que el
estado natural es el amor, es la procreación, la regeneración de la vida. En
este caso el mundo vegetal, los trigos, que tienen el color del oro,
naturalmente, y simbolizan la belleza visual que la naturaleza brinda al
hombre. Es el oro natural que alimenta. A esos trigos les corresponden “los
campos en flor”, imagen cargada de nuevos colores y nuevos olores. Así la
figura se va enriqueciendo en esa correspondencia entre los trigos y el campo.
El siguiente paralelismo no sólo enfatiza en lo musical,
sino también trae una nueva imagen, la de los pájaros: “cuando canta la
calandria/ y responde el ruiseñor”. Ahora la imagen evoca inevitablemente a lo
femenino y lo masculino. Uno llama, el otro responde. Por eso es lo obvio. Eso
es lo que la primavera provoca. Ese amor entre las aves.
Si la primera imagen (el calor) era térmica y táctil, la
segunda visual y olfativa, la tercera es auditiva. Casi todos los sentidos del
hombres están despiertos para saborear la primavera que no se le niega al
hombre, exceptuando al prisionero.
El juego erótico de las aves, la danza amorosa para la
procreación, para la concepción de la vida, culmina en la expresión “cuando los
enamorados/ van a servir al amor”. Estos versos curiosos son interesantes, dado
que los enamorados también son esclavos porque sólo pueden servir a su
condición de enamorados, y por lo tanto al amor. Pero esta es una esclavitud
placentera, en el mejor de los casos, una prisión agradable porque en ella está
la compañía del ser amado.
Es interesante reparar el orden, en este romance, que
utiliza el juglar para ir formando su retrato recordado. Este orden no es otro
que el de la Creación bíblica. Primero la luz, luego la vegetación, después los
animales, y por último el hombre, y por supuesto, el hombre enamorado, ya que
para la concepción cristiana, el amor es lo que hace mover al mundo. Lo que el
prisionero recuerda no es más que la Creación divina, y por lo tanto de lo que
él no es parte es de la gracia de Dios. O al menos así se siente. La prisión,
entonces, adquiere una dimensión distinta. Más allá de los muros, lo terrible,
lo irreconciliable, es sentirse despreciado, alejado de la gracia, el regalo
divino que Dios le hizo a los hombres, dentro de la cosmovisión cristiana.
Lo normal, lo lógico, lo divino es lo esperable, la
excepción es el prisionero. Eso es lo que está contra natura.
Mundo intramuros
En contraste con el mundo recordado está el mundo real, el
vivido por el yo lírico que recién aparece explícitamente: “sino yo, triste,
cuitado”. Es la conjunción adversativa la que contrapone los mundos. Al mundo
de la belleza divina, se opone la oscuridad, angustia, silencio del prisionero.
Al movimiento vertiginoso de la vida, se opone la quietud de la monotonía.
Mientras los versos anteriores tenían un ritmo musical y
continuado, ahora aparecen las cesuras (las pausas en el verso a través de las
comas) que enlentecen el ritmo, lo hacen cansino, y sugieren la quietud y la
angustia no sólo desde su contenido, sino también desde su forma. El yo expresa la obviedad de la tristeza, y
por lo tanto nos sugiere su condición de prisionero. Pero aparece la palabra
“cuitado” que no sólo refiere a un cuerpo apocado, destruido, sino también a
una condición del alma, que se traduce en ese cuerpo. El prisionero le
encantaría disfrutar como todo el resto de los hombres, de la esclavitud del
amor, sin embargo se encuentra en la situación exactamente contraria. La
palabra “cuitado” según la RAE, también significa “apocado, de poca
resolución”, esto hace pensar que tal vez la prisión de este yo lírico no sea
necesariamente física, sino una condición del alma. No tiene resolución para
enfrentarse a la vida, y eso se representa en un mundo “intramuros”. Por lo
tanto es su impedimento de vivir, su voluntad, lo que lo mantiene en esta
prisión, aún cuando la describa como prisión custodiada por un ballestero.
El yo “que vive en esta prisión” por primera vez nos deja
claro dónde sucede realmente la acción. No importa si la prisión es física o
no. Así la siente el prisionero, y el verbo vivir implica no poder salir de
ella. Su condición habitual es la prisión. Es lo que conoce y lo que espera.
Un nuevo paralelismo “que no sé cuando es de día/ ni cuando
las noches son”, en este caso antitético, ya que día y noche son términos
opuestos, confirma lo que el yo siente: el tiempo en esta prisión es eterno. No
pasa, porque no pasa nada, porque no hay un hecho que marque ese pasaje.
Excepto la “avecilla” y por eso que su aparición en los siguientes versos
tomará una relevancia mayor.
Es interesante destacar que la palabra “día” está en
singular, mientras que “noches” en plural, lo que nos presenta una eterna
oscuridad en la que el prisionero vive. No sabemos, o no nos lo dice el
prisionero la razón de su encierro. Tampoco importa. Lo terrible es su
condición de estar en tinieblas. Recordemos que la nostalgia del prisionero
tenía relación con la gracia divina, así que el estar en tinieblas también es
una condición espiritual.
La tercera ave que aparece en el romance es la “avecilla”.
Existe con esta tercera ave una relación especial. En principio, aparece de
nuevo la conjunción adversativa “sino” que presenta una nueva situación. A la
oscuridad y desolación del cuadro anterior, ahora hay un elemento que lo
conecta con el mundo exterior, por esa razón, por el afecto que el prisionero
le tiene a ese pájaro, es que él la llama “avecilla”, acentuando con el
diminutivo su relación afectiva con ella. Esta avecilla canta al amanecer, por
lo tanto recuerda el comienzo del día, el despertar simbólico de la esperanza.
Vale recordar que las aves son símbolos de lo espiritual, por lo tanto esta
metáfora también hace referencia al mundo espiritual del prisionero que al fin
se siente tocado, aunque más no sea por una pequeña acción y un momento del
día, por la gracia de Dios. Esa ave hace referencia a que tal vez exista una
nueva esperanza, un nuevo amanecer. Es el ave quien le marca el pasaje del
tiempo. Algo que él por sí solo no puede descubrir. La relación con el ave es
la única relación con un ser vivo que él sostiene, por lo tanto tiene con ella
una intimidad que no podrá tener con ningún otro ser humano. Es por ello que
dice “Matómela”, utilizado el pronombre personal “me” porque él considera que es suya, la
siente como propia. Incluso esta ave, que no es un ser humano, tiene mayor
afecto y consideración que el hombre, el “ballestero” que la mata sin saber lo
que este animal significa para él. La mata con la indiferencia del cazador, por
diversión.
Esta muerte contrasta el canto con el silencio. Ahora ya no
sólo quedará en la oscuridad sino también en el silencio y por lo tanto esta es
la muerte de la esperanza.
Este dolor desgarrador deja escapar, por parte del
prisionero, una maldición hacia el ballestero: “dele Dios mal galardón”. Esta
maldición que surge del “galardón” que Dios promete a los hombres que lleven
fruto frente a él después de la muerte, reconcilia de alguna manera al
prisionero con la mirada divina. Si él puede maldecir al ballestero y convocar
a Dios, pues entonces cree en él y en su justicia. Y aunque su condición sea de
eterna oscuridad, espera en la existencia de una justicia más fuerte que la del
hombre mismo.
Trabajo realizado por la Prof. Paola De
Nigris.
Es
interesante recordar que los romances son versiones orales, textos populares.
Aquí arriba hemos analizado una versión, pero existen otras y es interesante
compararlas. Veremos así que dependiendo del lugar en que se recoge la versión
del poema, se plantean elementos distintos. Los invito a mirar las diferentes versiones,
la leonesa, la de Segovia y la sefaradí, y descubrirán aspectos interesantes
que confluyen con esta versión y que difieren con ellas.
Estas
versiones pueden ser consultadas en esta dirección: http://lasesquinasdeldia.blogspot.com/2010/01/romance-del-prisionero-versiones-y-un.html
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional.
viernes, 28 de febrero de 2014
Quiroga. "Una bofetada". (Texto)
Una
bofetada
Acosta,
mayordomo del Meteoro que remontaba el Alto Paraná cada quince días,
sabía bien una cosa, y es ésta: que nada es más rápido, ni aun la
corriente del mismo río, que la explosión de una damajuana de caña
lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar
en un terreno harto conocido de él.
Por
regla absoluta –con una sola excepción– que es ley en el Alto
Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la
venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuere su origen. En
los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la
memoria de los mensú. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían
en dos horas con el obraje más militarizado.
A
Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su
ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a
los mensú en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán
lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente
por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no
pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.
Ahora
bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera
tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su
prudencia. El resultado fue un regocijo tan profundo, que se
desencadenó entre los mensú una vertiginosa danza de baúles y
guitarras que volaban por el aire.
El
escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros,
siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las
cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el
golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante,
se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco
que los demás, y todo volvió a su norma. Pero ahora tocaba el turno
a Acosta. El dueño del obraje, suyo era el puerto en que estaba
detenido el vapor, la emprendía con él:
—¡Usted,
y sólo usted, tiene la culpa de estas cosas! ¡Por diez miserables
centavos, echa a perder a los peones y ocasiona estos bochinches!
El
mayordomo, a fuer de mestizo, contemporizaba.
—¡Pero
cállese, y tenga vergüenza! –proseguía Korner–. Por diez
miserables centavos... ¡Pero le aseguro que en cuanto llegue a
Posadas, denuncio estas picardías a Mitain!
Mitain
era el armador del Meteoro, lo que tenía sin cuidado a Acosta, quien
concluyó por perder la paciencia.
—Al
fin y al cabo –respondió– usted nada tiene que ver en esto... Si
no le gusta, quéjese a quien quiera... En mi despacho yo hago lo que
quiero.
—¡Es
lo que vamos a ver! –gritó Korner, disponiéndose a subir. Pero en
la escalerilla vio por encima de la baranda de bronce al mensú atado
al palo mayor. Había o no ironía en la mirada del prisionero;
Korner se convenció de que la había, al reconocer en aquel
indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta, a un peón con quien
había tenido algo que ver tres meses atrás.
Se
encaminó al palo mayor, más rojo aún de rabia. El otro lo vio
llegar, sin perder un instante su sonrisita.
—¡Conque
sos vos! –le dijo Korner–. ¡Te he de hallar siempre en mi
camino! Te había prohibido poner los pies en el obraje, y ahora
venís de allí... ¡compadrito!
El
mensú, como si no oyera, continuó mirándolo con su minúscula
sonrisa. Korner, entonces, ciego de ira, lo abofeteó de derecha y
revés.
—¡Tomá!...
¡compadrito! ¡Así hay que tratar a los compadres como vos!
El
mensú se puso lívido, y miró fijamente a Korner, quien oyó
algunas palabras:
—Algún
día...
Korner
sintió un nuevo impulso de hacerle tragar la amenaza, pero logró
contenerse y subió, lanzando invectivas contra el mayordomo que
traía el infierno a los obrajes.
Mas
esta vez la ofensiva correspondía a Acosta. ¿Qué hacer para
molestar en lo hondo a Korner, su cara colorada, su lengua larga y su
maldito obraje?
No
tardó en hallar el medio. Desde el siguiente viaje de subida, tuvo
buen cuidado de surtir a escondidas a los peones que bajaban en
Puerto Profundidad (el puerto de Korner) de una o dos damajuanas de
caña. Los mensú, más aullantes que de costumbre, pasaban el
contrabando en sus baúles, y esa misma noche estallaba el incendio
en el obraje.
Durante
dos meses, cada vapor que bajaba el río después de haberlo
remontado el Meteoro, alzaba indefectiblemente en Puerto Profundidad
cuatro o cinco heridos. Korner, desesperado, no lograba localizar al
contrabandista de caña, al incendiario. Pero al cabo de ese tiempo,
Acosta había considerado discreto no alimentar más el fuego, y los
machetes dejaron de trabajar. Buen negocio, en suma, para el
correntino, que había concebido venganza y ganancia, todo sobre la
propia cabeza pelada de Korner.
*
* *
Pasaron
dos años. El mensú abofeteado había trabajado en varios obrajes,
sin serle permitido poner una sola vez los pies en Puerto
Profundidad. Ya se ve: el antiguo disgusto con Korner y el episodio
del palo mayor, había convertido al indiecito en persona poco grata
a la administración. El mensú, entretanto, invadido por la molicie
aborigen, quedaba largas temporadas en Posadas, vagando, viviendo de
sus bigotitos en punta que encendían el corazón de las mensualeras.
Su corte de pelo en melena corta, sobre todo, muy poco común en el
extremo norte, encantaba a las muchas con la seducción de su aceite
de violentas lociones.
Un
buen día se decidía a aceptar la primer contrata al paso, y
remontaba el Paraná. Chancelaba presto su anticipo, pues tenía un
magnífico brazo; descendía a este puerto, a aquél, los sondaba
todos, tratando de llegar adonde quería. Pero era en vano. En todos
los obrajes se le aceptaba con placer, menos en Profundidad; allí
estaba de más. Le entraba entonces nueva crisis de desgano y
cansancio, y tornaba a pasar meses enteros en Posadas, el cuerpo
enervado y el bigotito saturado de esencias.
Corrieron
aún tres años. En ese tiempo el mensú subió una sola vez el Alto
Paraná, habiendo concluido por considerar sus medios de vida
actuales mucho menos fatigoso que los del monte. Y aunque el antiguo
y duro cansancio de los brazos era ahora reemplazado por la constante
fatiga de las piernas, hallaba aquello de su gusto.
No
conocía –o no frecuentaba, por lo menos– de Posadas, más que la
Bajada, y el puerto. No salía de ese barrio de los mensú; pasaba
del rancho de una mensualera a otro; luego iba al boliche, después
al puerto, a festejar en coro de aullidos el embarque diario de los
mensú, para concluir de noche en los bailes a cinco centavos la
pieza.
—¡Ché
amigo! –le gritaban los peones–. ¡No te gusta más tu hacha! ¡Te
gusta la bailanta, ché amigo!
El
indiecito sonreía, satisfecho de sus bigotitos y su melena lustrosa.
Un
día, sin embargo, levantó vivamente la cabeza y la volvió, toda
oídos, a los conchabadores que ofrecían espléndidos anticipos a
una tropa de mensús recién desembarcados. Se trataba del arriendo
de Puerto Cabriuva, casi en los saltos del Guayra, por la empresa que
regenteaba Korner. Había allí mucha madera en barranca, y se
precisaba gente. Buen jornal, y un poco de caña, ya se sabe.
Tres
días después, los mismos mensús que acababan de bajar extenuados
por nueve meses de obraje, tornaban a subir, después de haber
derrochado fantástica y brutalmente en cuarenta y ocho horas
doscientos pesos de anticipo.
No
fue poca la sorpresa de los peones al ver al buen mozo entre ellos.
—¡Opama
la fiesta, ché amigo! –le gritaban–. ¡Otra vez la hacha,
añámb!...
Llegaron
a Puerto Cabriuva, y desde esa misma tarde su cuadrilla fue destinada
a las jangadas.
Pasó,
por consiguiente, dos meses trabajando bajo un sol de fuego, tumbando
vigas desde lo alto de la barranca al río, a punta de palanca, en
esfuerzos congestivos que tendían como alambres los tendones del
cuello a los siete mensús enfilados.
Luego
el trabajo en el río, a nado, con veinte brazas de agua bajo los
pies, juntando los troncos, remolcándolos, inmovilizados en los
cabezales de las vigas horas enteras, con la cabeza y los brazos
únicamente fuera del agua. Al cabo de cuatro, seis horas, el hombre
trepa a la jangada, se le iza, mejor dicho, pues está helado. No es
extraño, pues, que la administración tenga siempre reservada un
poco de caña para estos casos, los únicos en que se infringe la
ley. El hombre toma una copa, y vuelve otra vez al agua.
El
mensú tuvo así su parte en este rudo quehacer, y bajó con la
inmensa almadía hasta Puerto Profundidad. Nuestro hombre había
contado con esto para que se le permitiera bajar en el puerto. En
efecto, en la comisaría del obraje o no se le reconoció, o se hizo
la vista gorda en razón de la urgencia del trabajo. Lo cierto es que
recibida la jangada, se le encomendó al mensú, conjuntamente con
tres peones, la conducción de una recua de mulas a la Carrería,
varias leguas adentro. No pedía otra cosa el mensú, que salió a la
mañana siguiente, arreando su tropilla por la picada maestra.
Hacía
ese día mucho calor. Entre la doble muralla de bosque, el camino
rojo deslumbraba de sol. El silencio de la selva a esa hora parecía
aumentar la mareante vibración del aire sobre la arena volcánica.
Ni un soplo de aire, ni un pío de pájaro. Bajo el sol a plomo que
enmudecía a las chicharras, la tropilla aureolada de tábanos
avanzaba monótonamente por la picada, cabizbaja de modorra y luz.
A
la una los peones hicieron alto para tomar mate. Un momento después
divisaban a su patrón que avanzaba hacia ellos por la picada. Venía
solo, a caballo, con su gran casco de pita. Korner se detuvo, hizo
dos o tres preguntas al peón más inmediato, y recién entonces
reconoció al indiecito, doblado sobre la pava de agua.
El
rostro sudoroso de Korner enrojeció un punto más, y se irguió en
los estribos.
—¡Eh,
vos! ¿Qué hacés aquí? –le gritó furioso. El indiecito se
incorporó sin prisa.
—Parece
que no sabe saludar a la gente –contestó avanzando hacia su
patrón.
Korner
sacó el revólver e hizo fuego. El tiro tuvo tiempo de salir, pero a
la loca: un revés de machete había lanzado al aire el revólver,
con el índice adherido al gatillo. Un instante después Korner
estaba por tierra, con el indiecito encima.
Los
peones habían quedado inmóviles, ostensiblemente ganados por la
audacia de su compañero.
—¡Sigan
ustedes! –les gritó éste con voz ahogada, sin volver la cabeza.
Los otros prosiguieron su deber, que era para ellos arrear las mulas
según lo ordenado, y la tropilla se perdió en la picada.
El
mensú, entonces, siempre conteniendo a Korner contra el suelo, tiró
lejos el cuchillo de éste, y de un salto se puso de pie. Tenía en
la mano el rebenque de su patrón, de cuero de anta.
—Levantáte
–le dijo.
Korner
se levantó, empapado en sangre e insultos, e intentó una embestida.
Pero el látigo cayó tan violentamente sobre su cara que lo lanzó a
tierra.
—Levantáte
–repitió el mensú.
Korner
tornó a levantarse.
—Ahora
caminá.
Y
como Korner, enloquecido de indignación, iniciara otro ataque, el
rebenque, con un seco y terrible golpe, cayó sobre su espalda.
—Caminá.
Korner
caminó. Su humillación, casi apoplética, su mano desangrándose,
la fatiga, lo habían vencido y caminaba. A ratos, sin embargo, la
intensidad de su afrenta deteníalo con un huracán de amenazas. Pero
el mensú no parecía oír. El látigo caía de nuevo, terrible,
sobre su nuca.
—Caminá.
Iban
solos por la picada, rumbo al río, en silenciosa pareja, el mensú
un poco detrás. El sol quemaba la cabeza, las botas, los pies. Igual
silencio que en la mañana, diluido en el mismo vago zumbido de la
selva aletargada. Sólo de vez en cuando sonaba el restallido del
rebenque sobre la espalda de Korner.
—Caminá.
Durante
cinco horas, kilómetro tras kilómetro, Korner sorbió hasta las
heces la humillación y el dolor de su situación. Herido, ahogado,
con fugitivos golpes de apoplejía, en balde intentó varias veces
detenerse. El mensú no decía una palabra, pero el látigo caía de
nuevo, y Korner caminaba.
Al
entrar el sol, y para evitar la Comisaría, la pareja abandonó la
picada maestra por un pique que conducía también al Paraná.
Korner, perdida con ese cambio de rumbo la última posibilidad de
auxilio, se tendió en el suelo, dispuesto a no dar un paso más.
Pero el rebenque, con golpes de brazo habituado al hacha, comenzó a
caer.
—Caminá.
Al
quinto latigazo Korner se incorporó, y en el cuarto de hora final
los rebencazos cayeron cada veinte pasos con incansable fuerza sobre
la espalda y la nuca de Korner, que se tambaleaba como sonámbulo.
Llegaron
por fin al río, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo
que subir a ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el
extremo opuesto, y allí, en el límite de sus fuerzas, se desplomó
de boca, la cabeza entre los brazos.
El
mensú se acercó.
—Ahora
–habló por fin– esto es para que saludés a la gente... Y esto
para que sopapeés a la gente...
Y
el rebenque, con terrible y monótona violencia, cayó sin tregua
sobre la cabeza y la nuca de Korner, arrancándole mechones
sanguinolentos de pelo.
Korner
no se movía más. El mensú cortó entonces las amarras de la
jangada, y subiendo en la canoa, ató un cabo a la popa de la almadía
y paleó vigorosamente.
Por
leve que fuera la tracción sobre la inmensa mole de vigas, el
esfuerzo inicial bastó. La jangada viró insensiblemente, entró en
la corriente, y el hombre cortó entonces el cabo.
El
sol había entrado hacía rato. El ambiente, calcinado dos horas
antes, tenía ahora una frescura y quietud fúnebres. Bajo el cielo
aún verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra
transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo, sólo una
línea ya.
El
mensú derivaba también oblicuamente hacia el Brasil, donde debía
permanecer hasta el fin de sus días.
—Voy
a perder la bandera –murmuraba, mientras se ataba un hilo en la
muñeca fatigada. Y con una fría mirada a la jangada que iba al
desastre inevitable, concluyó entre los
dientes:
—¡Pero
ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!
Historia del teatro en Occidente. Comedia
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Historia del teatro en Occidente. Teatro Griego. (Tragedia)
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