lunes, 28 de junio de 2010

Martí - Análisis del Poema V

Análisis del Poema V de “Versos Sencillos” de Martí

Tema

El tema de este poema es la misma poesía. El yo lírico intenta explicar qué significa para él la poesía que él escribió. No es un arte poético para todos los poetas. Es sólo el intento humilde de definir su propia arte poética. No está dando reglas para todos los poetas, sino explicar en qué consiste su poesía.

Esto se encierra dentro de la concepción del modernismo. Ruben Darío decía “mi poesía es mía en mí”, por lo tanto sólo escribe para él, comienza y termina en él. En el caso de Darío no interesa el receptor. En el caso de Martí es todo lo contrario. Él es un revolucionario y para él las palabras son parte de la revolución. En “Nuestra América”, ensayo poético en el que él plantea sus ideas sobre la América que nace a finales del siglo XIX, dice: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Las palabras, las ideas son su lugar en la lucha, son su puesto revolucionario en una Cuba que recién está logrando liberarse del dominio español a sólo cinco años de comenzar el siglo XX. Cuba fue una de los primeros territorios en ser dominado por los españoles y uno de los últimos que logra librarse de este dominio.

La diferencia de Martí con la expresión de Rubén Darío es el compromiso social. No existe poesía sin esa idea. La poesía debe ser el motor ideológico de la revolución porque si no existe un cambio radical de formas de pensar, de nada sirve hacer una revolución. Para qué liberarse por las armas si los hombre seguirán sintiéndose presos de sus estructuras mentales de dominación.

Así el libro “Versos sencillos” tiene el propósito de llegar a todos, de forma sencilla y clara para que todos los hombres puedan reflexionar sobre su conducta moral, sobre lo que significa el ser un nuevo hombre, la actitud que debe tener el hombre frente al tirano, frente al enemigo, frente a la vida misma. “Cultivo una rosa blanca”, tanto para el amigo como para el enemigo, porque ambos son hombres y merecen la rosa blanca. Dice el poema I “no me pongan en lo oscuro/ a morir como un traidor/ yo soy bueno y como bueno/ moriré de cara al sol”, la sinceridad como valor, la ética del hombre bueno que nada tiene que ocultar, que vive, ama y muere, como debe ser simplemente la vida de un hombre.

Estructura externa

El poema está dividido en cuatro cuartetos (estrofas de cuatro versos). Estos versos son octosílabos con una rima consonante, lo que hace que el poema tenga una gran sonoridad. Los versos octosílabos son los más sencillos y utilizados en la poesía oral. Lo mismo sucede con la rima consonante. Esto está en concordancia con la idea de hacer una poesía clara y que llegue a todos los hombres.

A su vez, el esquema estrófico es abba. Si juntamos las palabras que coinciden podremos, al finalizar el análisis encontrar algunas ideas interesantes:

Espumas – plumas
Ves – es
Puñal – coral
Flor – surtidor
Claro – amparo
encedido – herido
Agrada – espada
Sincero – acero

Esta unión de palabras podría dar una nueva línea de interpretación si así lo quisiéramos.

La musicalidad del poema es una herencia que llega al Modernismo del Simbolismo. Esta última es una corriente del siglo XIX en Europa. Ésta intenta buscar la relación que existe entre la música y la poesía. Por eso los poemas modernistas tienen, generalmente, una estructura muy rígida, donde la musicalidad está jerarquizada.

Estructura interna

La estructura interna del poema es la forma en que este poema puede ordenarse según el contenido. En este caso podemos ver que de las cuatro estrofas, tres están cargadas de imágenes en las que el yo lírico intenta demostrar a través de ellas, cómo es su poesía. Cada imagen que plantea no parece terminar de satisfacer sus deseos, como cuando uno quiere expresar algo que resulta inefable, es decir que no hay palabras para definirlo, entonces movido por la emoción busca imágenes que logren su propósito.

Recién en la última estrofa deja de lado las imágenes y llega a una conclusión clara que sintetiza toda su poesía, rematando el final con una nueva imagen que relaciona a ésta con la lucha.

Así podríamos ver dos grandes núcleos de acuerdo al contenido.

Las imágenes son una herencia del parnasianismo que toma el modernismo. El parnasianismo es un movimiento del siglo XIX en Europa que intenta buscar la conexión de la pintura con la poesía, y por eso su poesía está cargada de imágenes pictóricas.

Estrofa I

Si ves un monte de espumas,
Es mi verso lo que ves,
Mi verso es un monte, y es
Un abanico de plumas.

El poema comienza con una imagen que es una metáfora impura o una comparación sin nexo. Se relaciona al monte de espuma con el verso. La imagen tiene dos características interesantes. El monte sugiere la altitud, la grandeza, lo natural. El verso, entonces tiene grandeza, es natural, nace del poeta sin artificialidades, nace como lo siente, y busca la altura, lo ideal, aquello que el hombre subleva, lo sublime, lo que el hombre no puede alcanzar si no logra salir de su egoísmo y su cotidianeidad.

Esta imagen del monte esta acompañado por “de espumas”, así que el monte no sólo tiene todas las características mencionadas sino también es blanco, puro, volátil, sutil, ya que adquiere colores muy suaves cuando el sol se posa en ella. El poema es también puro. Sale de sus entrañas sin engaños, buscando la claridad, la luz, sin violencias, sino lleno de hermosura. Si es un monte de espuma, cualquier viento podría hacerla volar, llegar lejos, así su poesía también se esparce, no queda quieta, tiene un movimiento según el viento. Si a esta imagen le agregamos la siguiente imagen “abanico de plumas” podemos imaginar la idea del movimiento. El verso es las dos cosas: el monte de espumas y el abanico de plumas. Las dos imágenes se caracterizan por el movimiento y la belleza, lo que se llama “preciosismo”. El abanico de plumas sugiere el colorido que también abunda en su poesía. El color, a su vez es símbolo de vida, por lo tanto la poesía del yo lírico es vital, y trasmite vida. Está íntimamente asociado a ella.

Es interesante ver cómo la idea del Parnasianismo aparece planteada en esta estrofa a través de la unión del verbo ser y ver.

“Si ves un monte de espuma
Es mi verso lo que ves”.

Los dos verbos quedan al principio y al final del verso, unidos por la idea de la poesía. Su poesía es lo que ves, por lo tanto es la imagen, así de sencillo y así de profundo también, ya que muchas de las imágenes que este yo lírico presenta no existen, por lo tanto tampoco se pueden ver, sino es por la imaginación. Así la poesía es lo que ves en tu imaginación.

Estrofa II

“Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.”

Esta estrofa presenta dos imágenes, unidas por la anáfora (repetición al principio del verso) que será, a partir de este momento una de las figuras más reiteradas: “Mi”. Esta anáfora no sólo marca la singularidad de su verso, sino que también hace que el ritmo del poema se vaya haciendo más intenso, ya que la anáfora nos hace volver al principio y esa insistencia nos permite pensar en la emoción que va creciendo en este yo lírico que intenta transmitirnos lo inefable, ese sentimiento que crece desde sus profundidades y surge con la fuerza del acto creativo, de forma altruista, sin buscar nada a cambio, más que un sentir común, un ideal común, una lucha común.

Justamente la idea de lucha se manifiesta en la imagen del puñal. A través de esta comparación “mi verso es como un puñal”, el yo lírico expresa su hondo sentir libertario. El puñal, que sirve para matar, para herir, también sirve para liberar, y exige de quien lo empuña la valentía de verse cara a cara con el enemigo, donde medirá sus fuerzas. No es un arma, no dispara de lejos, sino que ve al problema de frente. Es el que empuña el puñal el que hace surgir la vida, y es una lucha de hombres y no de máquinas.

Pero este puñal tiene una característica: “por el puño echa flor”. Es en este verso que vemos la idea de revolución. No es un puñal para herir, es para liberar. En el puño de quien lo empuña está la idea de la flor que crece. Este puñal no mata, sino que da vida. Imaginemos la revolución cubana contra la dominación española. Imaginemos los años de opresión del pueblo cubano por fuerzas de España. Las injusticias, la doblegación de este pueblo acostumbrado a ser esclavizado, que ha visto morir a todos sus hermanos indígenas, ha visto llegar la esclavitud de África, y ha visto las aberraciones más terribles sin poder detenerlas, hasta que la impotencia se transforma en rabia, y la rabia en acción. Ese es el puñal que por el puño echa flor.

“Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.”

La siguiente imagen es la del surtidor. Un surtidor es un chorro de agua que nace de lo profundo de la tierra y sube hacia arriba, buscando la altura. Esto sugiere que su poesía nace de lo profundo del poeta, de sus mismas entrañas, como agua fresca, que alimenta y da vida. Un regalo de la tierra a los hombre, un regalo del poeta para el pueblo. Busca la altura. Otra vez la idea de la altitud, lo sublime, lo ideal, lo supremo. No es una poesía que queda en las pequeñeces del mundo, sino que sale de ellas para sublimarlo todo. Pero esta agua, además de ser símbolo de vida, da “un agua de coral”, es decir tiene un perfume especial, bello. Se junta la imagen visual con la olfativa, una sinestecia. Su poesía apunta a despertar todos los sentidos del hombre: el gusto, la vista, el olfato, el tacto y el oído. Esta agua de coral sale y moja a todo aquel que esté cerca, así nadie puede salir sin ser afectado por esta circunstancia. Quien escuche su poesía no puede ser pasivo, no puede mantenerse al margen.

Estrofa III

Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.

En esta estrofa aparecen las contradicciones. El verso está cargado de antítesis. Así como sucedía con el puñal, que es un arma que se asocia a una flor, y que simboliza la vida, acá la antítesis está dada por los colores que son esencialmente opuestos en la escala cromática, incluso son opuestos en su intensidad, uno es claro, el otro encendido. El verde podría sugerir la esperanza, la naturaleza. Así también es su verso, esperanzador y natural. Tiene el propósito de alentar, de dar nueva vida a los hombres. Pero también es claro, es sereno, sin dejar de ser apasionado. Dos sentimientos que podrían nunca encontrarse, sin embargo en su poesía se encuentran, la pasión de la profundidad y firmeza. Esta pasión también se ve en el color “carmín”, que de por sí es un rojo encendido. Acá está más intensificado. Este es un “carmín encendido”, más intenso que lo que comúnmente es. La pasión que trasmite su poesía debe levantar el espíritu del hombre para luchar contra las injusticias. Martí dirá en “mis versos”: que ama el verso que es “ardiente y arrollador como una lengua de lava”. La imagen de la pasión asociada a la lava que quema y arrolla con todo lo que hay a su paso.

La siguiente imagen es la del ciervo herido. Un animal indefenso, que no daña a nadie, ni es agresivo. Su poesía es como ese animal. Una víctima de la barbarie y la injusticia de los hombres. El yo lírico siente esto y le duele, lo hiere ver a su pueblo oprimido. El monte, ahora aparece como tal, como lo natural. Este ciervo busca la soledad y el cuidado de la naturaleza para salir sano. Así su poesía se encierra en lo natural, buscando su salud cuando la injusticia sobrepasa al poeta. Vemos el compromiso social, no es un poeta indiferente al mundo que lo rodea, no puede serlo. Lo que pasa a su alrededor lo afecta, es sensible a ello, se siente impotente y necesita recordar su lugar, lo natural, para poder seguir vivo.

Estrofa IV

Mi verso al valiente agrada:
Mi verso, breve y sincero,
Es del vigor del acero
Conque se funde la espada.

Es en esta última estrofa que el yo lírico logra concretar su idea. Ha buscado imágenes que expliquen su sentir, ahora sintetiza todo en los dos primeros versos de esta estrofa. “Mi verso al valiente agrada”, no sólo es popular, no sólo quiere que llegue al pueblo y a todos, también apela a una forma de escuchar su verso. Ahora se refiere al receptor. Hay una actitud del yo lírico que escribe, que lo hace identificarse con el receptor: los dos son valientes, por eso el verso agrada al valiente, al luchador, al que es capaz de reconocer la actitud de lucha, que no se acobarda, no sólo en la pelea, sino en la búsqueda de su interioridad. El valiente, que es capaz de reconocer a otro valiente. Su poesía está hecha con valentía, y no habla del amigo, sino del valiente, que también puede estar en las filas enemigas. Aquel que pueda reconocer la actitud de lucha, es aquel que gustará de su verso, y esa es la actitud con la que se aprecia la poesía de este yo lírico.

Concreta su idea con dos adjetivos “breve y sincero”, dos cualidades que este yo brinda en su poesía. Breve para no aburrir, para no cargar al receptor, y porque las grandes verdades no necesitan muchas palabras. Se dicen en máximas cortas que uno puede recordar siempre. Esa es la clave de su poesía. Es una poesía moralizante, así que debe estar en el corazón de su pueblo, y debe ser recordada. El adjetivo “sincero” también nos habla de una conducta ética del yo lírico. Es una poesía confiable. No miente. Dice lo que siente y como lo siente. No hay artificios engañosos. Tampoco hay rebusques para no decir lo que hay que decir. Dice sinceramente lo que piensa. Esta actitud del yo lírico es la que aprecia un valiente, esté o no de acuerdo con quién lo dice. Lo importante es que sabe reconocer la valentía de quien no esconde sus palabras.

La última imagen refuerza las ideas anteriores: “Es del vigor del acero/ con que se funde la espada”. Esta última es una síntesis perfecta de todo lo que ha intentado expresar. Su poesía es la materia con la que se hace la espada. Es fuerte, es firme, no se quiebra, no se vende, es la materia prima para la lucha, “la espada”. Así sus versos son parte de la ideología de una verdadera revolución. Las armas de nada sirven si las cabezas no cambian.

Trabajo realizado por la Prof. Paola De Nigris
Licencia de Creative Commons
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Quiroga - Análisis de "A la deriva"

Análisis de “A la deriva” – Quiroga



El tema central de este cuento es la lucha del hombre por sobrevivir, la agonía. Esta palabra proviene de la griega “agón” que significa lucha. Esta lucha desesperada por ganarle a la muerte unos instantes más de vida, por no entregarse aunque todas las circunstancias estén así dadas. La naturaleza, marco de este cuento, no será otra que el verdugo y la tumba de un hombre, que nada puede hacer en su soledad contra la muerte. La naturaleza será su discreto enterrador.

El título “A la deriva” nos muestra esta soledad de ese hombre indefenso, sin un rumbo cierto, entregado a las circunstancias fortuitas que le toque vivir. El hombre del cuento, Paulino, estará a la deriva, no sólo en su muerte, sino también en su vida, ya que antes de que la víbora lo pique, podría decirse que está muerto en vida. Nada lo sostenía vivo. Su relación con su mujer y con el compadre Alves no existe, y debe recurrir a un pasado muy lejano para tratar de aferrarse a la vida que se va. El personaje se encuentra muerto socialmente y quizás hasta muy profundamente en su interior antes de morir físicamente. Este es una impronta común en los textos de Quiroga. En muchos cuentos sus personajes están muertos antes de que la muerte física llegue, basta recordar “El almohadón de plumas”.

Podríamos encontrar en el cuento tres grandes partes.

La primera: la mordedura y los efectos del veneno.

La segunda: su intento por sobrevivir en el ámbito social – su relación con su mujer y el compadre Alves.

La tercera: su agonía. La naturaleza y su intento por luchar contra la muerte a través del recuerdo.

Primera parte

El texto comienza con una repetición al comienzo de cada párrafo: “El hombre”. Si esto fuera una poesía podríamos decir que es una anáfora (repetición al principio de cada verso). Pero no lo es. Esta repetición deja entrever la fragilidad de lo humano. El hombre ante las circunstancias es frágil, su mundo puede destruirse en un instante, y muy lejos queda la idea de inmortalidad con la que vive siempre. Está indefenso y es sólo un hombre, como podría ser cualquiera de nosotros.

Quiroga manifestaba en su “Decálogo del perfecto cuentista” que tan importante son las tres primeras líneas de un cuento, como las tres últimas. Desde el principio el final está descubierto, porque lo que importa no es el final sino el trayecto que el personaje sigue. Así que desde el momento que el narrador dice “El hombre pisó algo blanduzco” el final es obvio, no existe otra posibilidad que la muerte, aunque durante todo el cuento el lector esté esperando que eso no suceda y que logre llegar a Tacurú Pucú y conseguir ayuda. Todo se precipita desde el principio, “lo blanduzco”, lo extraño, y la mordedura. No hay tiempo de evitar nada. Nada se sabe de este hombre en el principio. Se lo presenta en la acción que ya es trágica. Nos vamos a ir enterando de su vida y su forma de ser a medida que transcurre el cuento, algo que normalmente sucede al revés, primero se presenta al personaje y luego la acción. El cuento juega con la línea temporal, el narrador y el personaje irán hacia atrás, mientras el tiempo de la muerte avanza, como si quisiera escapar de las circunstancias, antes de que la muerte lo sorprenda.

El narrador, externo a las circunstancias de Paulino, contará la historia desde el punto de vista de éste, hasta llegar a meterse dentro de sus pensamientos y de sus delirios, lo que creará en el lector una sensación de inseguridad, la misma que sufre el personaje. Aunque por momentos nos da algunos anticipos del final, lo que nos hace ver que es un narrador omnisciente (sabe todo lo que sucede y lo que piensan los personajes), aunque nunca nos dice que piensa Dorotea o Alves, sabemos que los anticipos tales como “encajonan fúnebremente el río”, nos permite asegurar que ya conoce el desenlace que Paulino ignora.

Constata la presencia de su enemigo, la yararacusú, que no es otra que su verdugo que está pronto a contraatacar, aunque no hace otra cosa que también defenderse de la pisada de Paulino y de su próxima muerte, como también lo hará el protagonista.

Descubre la mordedura que comienza viendo que “dos gotitas de sangre engrosaban” y actuando por instinto de defensa mata a la víbora. El diminutivo “gotitas” refuerza la idea de indefensión: por esas dos gotitas entrará el veneno que acabe con su vida, por lo tanto no son algo que menospreciar. Por las “gotitas”, algo insignificante, su pierna se irá pudriendo y lo más preciado se irá acabando.

Estas “gotitas” serán retiradas para mostrar los “dos puntitos violetas”. Otra vez el uso del diminutivo deja a Paulino y al lector ante la sorpresa, cómo algo tan pequeño puede hacer tanto daño, y aún, cuánto daño puede hacer. Paulino lo sabe, pero una cosa es saberlo racionalmente y otra es vivirlo. El veneno no espera e invade todo el pie, y la acción de Paulino es una solución precaria. Su salvación no está eso sino en la ayuda social que pueda conseguir, y el lugar que logre alcanzar antes de la muerte.

Las grafopeyas de la herida van creciendo. De aquellos “dos puntitos” se pasa a una sensación de “tirante abultamiento” y al dolor físico que se materializa con una comparación “dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado”. Esta materialización del dolor hace pensar en lo sorpresivo, lo inesperado, lo rápido que resulta ese dolor que pretende inmovilizar al personaje sin lograrlo. La materialización del dolor ahora pasa a una materialización de la sed, algo que se siente, pero aquí se asocia al metal por lo frío (“una metálica sequedad de garganta”) y también caliente (“sed quemante”), lo que proporciona una antítesis. En esta contradicción vivirá Paulino sus últimas horas.

La última etapa de estos “puntitos violetas” es la hinchazón del pie. Parecía que la pierna fuera a explotar por lo tensa y delgada que estaba la piel. Todo el panorama se vuelve monstruoso, y no hay más remedio que buscar ayuda, con las últimas fuerzas que le quedan. Piensa en su mujer, y es aquí que comenzamos a ver que su muerte era una consecuencia inevitable de su vida. Aunque el hecho que la haya provocado hubiera sido fortuito.

Segunda parte

Busca a su mujer y el narrador intenta comprometernos afectivamente con la situación jugando con los sonidos de tal manera que la sed también la sintamos nosotros “la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca”. La aliteración (repetición) de la “r” nos reseca nuestra propia garganta y la situación se pone tensa también para nosotros que estamos a punto de descubrir que no existe una relación con la mujer con la convive.

La animación de la sed “la sed lo devoraba” nos hace pensar en que los síntomas del veneno están tomando la vida. El veneno, símbolo de la muerte, adquiere la vida que Paulino pierde.

El diálogo con Dorotea revela la relación entre ellos. Este diálogo recién nos da a conocer el nombre de los personajes, algo que hasta el momento ha sido oculto al lector. Los nombres singularizan, le dan una identidad que había sido negada. No es cualquier hombre el que muere. Es un hombre que trata a su mujer no como tal, sino como una sirvienta. No confía en ella para conseguir ayuda, no espera de ella una ayuda real. Pide caña, pero no le dice nunca lo que realmente le sucede ni por qué la pide. Esto nos muestra que no confía en ella para poder ayudarlo, tal vez para llevarlo a Tacurú Pucú. Dorotea es una mujer, obedece. La relación entre ellos está marcada por la incomunicación en la pareja, otro de los temas más queridos en la narrativa de Quiroga.

La voz de Paulino “ruge” como la de un animal en agonía, pero tal vez como siempre lo ha hecho con ella, ya que a ella no le asombra. Rápidamente cumple con su deseo de traerle caña que él no siente como tal. Paulino necesita ver la damajuana para creerle a su mujer y aceptar su situación, “bueno, esto se pone feo”. El veneno ha llegado a alterar sus sentidos, aquello que nos conecta con la vida. Así que aquellos puntitos pasaron al dolor, y ahora a los sentidos que se confunden. A partir de este momento lo que pase en el cuento se envolverá en una ola de confusión y delirio.

Una nueva comparación (“la carne desbordaba como una monstruosa morcilla”) nos presenta la situación cada vez más apremiante. Ahora la imagen es “monstruosa”, y hasta abyecta si la asociamos a la pierna de un hombre. Paulino ha querido negar su situación, pero esto se hace cada vez más difícil con una imagen así, luego de haber descubierto que ya no siente el sabor de una bebida tan fuerte como la caña.

Todos los síntomas del hombre a causa del veneno se agudizan, lo quiebran. Ya no son puntadas como relámpagos, sino “continuos relampagueos” de dolor, como si la tormenta de la muerte se avecinara a pasos agigantados. Estos dolores suben por el cuerpo, ya no son en el tobillo, ahora son en la “ingle”. Lo mismo pasa con la sed, ahora es “atroz sequedad”, y el calor aumenta también. Esto termina dándole al hombre una señal de su situación, ya no puede seguir en pié, vomita apoyado a la rueda cuando intenta incorporarse. No hay posibilidad de seguir adelante, sin embargo Paulino “pretendió incorporarse”. La lucha comienza cuando el personaje se da cuenta, cuando hace su “anagnórisis”, ahora sólo queda pelear físicamente, y si no se puede así, lo hará mentalmente.

Esta lucha queda clara en la siguiente expresión, inmediata a la constatación de la decadencia física: “Pero el hombre no quería morir”. La conjunción adversativa vuelve a negar todos los síntomas físicos. No importa cuanto el veneno quiebre el cuerpo, el hombre seguirá peleando. Esta expresión es la constatación del tema del cuento y su conflicto. No habría tal si el hombre se entregara a los primeros síntomas, no lo hace y por lo tanto el clima del cuento empieza a tensionarse a un nivel diferente. Ahora es el hombre luchando contra la muerte que sabe que es su inevitable final.

Recobra fuerzas de esa decisión y consigue subir a la canoa, pensando en una nueva alternativa, llegar a Tacurú Pucú, el lugar que simboliza la posibilidad de salvación. El poblado donde podrían socorrerlo. Ahora tenemos una nueva pista de este hombre, vive lejos de un centro poblado, tal vez una elección hecha hace mucho tiempo, lo que nos muestra el aislamiento en que se encuentra. El personaje ha elegido separarse del mundo social, alejarse de todo, por lo tanto a decidido darle la espalda al mundo, y aunque no sabemos la razón, podemos intuir que es una nueva forma de muerte. Nada de lo humano le interesa, hay algo dentro de él que estaba ya muerto. Y ahora quiere recuperarlo sólo porque se encuentra frente a la muerte, como la única posibilidad de vida. Lo social es su posibilidad de sobrevivir, y esto pertenece a un pasado. Es como si el personaje buscara recuperarlo para así recuperar su vida.

“El hombre con sombría energía”. Esta expresión nos muestra un anticipo de la muerte. La palabra “sombría” refiere a lo negativo, a la lucha triste, angustiante que vive el hombre que trata de incorporarse a pesar de sus dolencias físicas, pero estas le recuerdan su condición de hombre frágil, un nuevo vómito, pero esta vez de sangre son la señal de una lucha perdida de antemano. Paulino mira el sol y descubre que el día se está acabando, igual que su vida. Este recurso literario llamado paralelismo psicocósmico muestra la identificación del día con la vida. La vida se acaba, el día muere. Pero con una diferencia sustancial. El día volverá a nacer, el sol volverá a salir, el hombre no volverá a vivir. Así la naturaleza termina siendo infinitamente superior a la vida del hombre. La naturaleza empieza a ser un personaje más en este cuento. Acompañará al hombre solitario y será el único testigo de esta lucha.

La pierna ahora está deforme y el veneno, implacable como la muerte, sube sin dar tregua haciéndole pensar la necesidad de pedir ayuda para llegar a Tacurú Pucú. La expresión “grandes manchas lívidas” anuncian la muerte asociándolo con el color blanco. Nada es más blanco (“lívido”) que la muerte, porque el blanco es la ausencia de color, y por lo tanto de vida.

Pedir ayuda al compadre Alves es la posibilidad que se le ocurre. Un nuevo intento de recuperar su vida, ya que con este vecino está disgustado. El único contacto humano después de su esposa también está “muerto”. No ha logrado ni siquiera una comunicación con su vecino. Una nueva pista de la vida de este hombre.

Alves vive en la costa brasileña, al otro lado del río y aún así está disgustado con Paulino. No llega por sus propios medios, llega porque el río se lo permite. Está a la deriva, aunque aún no lo sabe y sigue luchando.

Le grita, pero Alves no contesta a la súplica de Paulino. Como habíamos visto, todo es confuso, el narrador siempre toma el punto de vista del protagonista, y los sentidos de este último están trastocados, por lo tanto nunca tendremos certeza si realmente gritó o creyó gritar. Tampoco sabremos si Alves escuchó o no, si estaba o no, si lo deja morir tal vez por un rencor profundo. Lo cierto es que no hay respuesta ante una súplica angustiante que hace Paulino y que nos muestra que sabe que el resentimiento puede ser grande.

La respuesta es “el silencio de la selva” que vuelve a ser un anuncio del final, el silencio de la muerte. La selva parece recordarle que no hay nada, que ha perdido todo, ayuda a la “anagnórisis” de Paulino.

No hay más remedio que seguir luchando. Vuelve a su canoa y por primera vez aparece en el texto la referencia al título: la corriente “la llevó velozmente a la deriva”. Su vida ahora depende de ese río y de la naturaleza. El final está dicho de antemano aunque el lector quisiera no creerlo, igual que el protagonista.

Tercera parte

La naturaleza empieza a tomar un papel fundamental en el cuento. El paralelismo psicocósmico se acentúa. Las anticipaciones aumentan como una certeza inevitable “cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río”. La metáfora “encajonan fúnebremente” muestran a una naturaleza que se prepara para ser el cajón de Paulino. Todo el paisaje se tiñe de negro “desde las orillas bordeabas de negros bloque de basalto, asciende el bosque, negro también”. El negro símbolo occidental de la muerte, de la oscuridad, de lo malo. Lo mismo pasa con la metáfora “la eterna muralla lúgubre”, adjetivo asociado inevitablemente a la muerte. El narrador remata su topopeya diciendo “el paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte”. La naturaleza acompaña pero también condena y manda. No importa la lucha del hombre cuando lo obvio está presente.

Esa misma naturaleza le regala a Paulino una imagen de “belleza sombría”, un oxímoron del atardecer. La naturaleza que refleja la muerte es bella, por su atardecer, pero también sombría por la vida que se pierde. La majestuosidad del paisaje crece y empequeñece a ese hombre solo con su lucha.

El paisaje, a través de un paralelismo psicocósmico, acompañará al hombre hacia su muerte “el había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío”. Todo confluye en lo mismo, el sol cae y el hombre también. El escalofrío es un nuevo anuncio de la muerte. Pero todo esto contrasta con el asombro de sentirse mejor. Todos los síntomas físicos: dolor sed empiezan a ceder, y empieza a sentir un nuevo aire que le abre el pecho. Es la mejoría de la muerte. Una especie de guiñada irónica que nos hace la muerte a los hombres que están agonizando. Casi todos tenemos alguna anécdota de algún familiar o conocido que en su agonía, antes de morir, parece mejorarse para morir un día después, o unas horas después. En esa lucha por la vida, por un momento parece que el que agoniza fuera a poder contra lo imposible.

El narrador aprovecha esta sensación de mejoría y se introduce más en el punto de vista del personaje, manteniendo al lector en la confusión feliz de que sea posible que el veneno se vaya y el enfermo se recupere casi por arte de magia, aunque queden señales físicas aún (“no tenía fuerzas para mover la mano”).

Comienza el delirio y la esperanza que no parece perder nunca. Paulino empieza a “calcular” la posibilidad de llegar a Tacurú Pucú, yendo a la deriva y contando con el favor de una naturaleza que sólo le regalará el paisaje de un atardecer.

A medida que empieza a sentirse bien, el hombre se aferra a los recuerdos, como forma de recuperar su vida, su pasado, en un clima onírico (de sueño). El dolor físico deja paso a este aspecto que nos dará una idea de su vida anterior, sin que sepamos cuál es ese motivo por el que se aisló del mundo. Lo onírico se mezcla con una vida social que alguna vez tuvo, el compadre Gaona, su ex patrón mister Dougald. Había trabajado en un obraje. Ahora era un marginal del mundo.

El paisaje le regala colores hermosos y esperanzadores, el cielo “se habría ahora en pantalla de oro”, una metáfora de la vida de un hombre que pasa como en una pantalla dorada, en el momento que él recuerda su mejor momento de la vida. Lo mismo hace el monte que le da al río una “frescura crepuscular”, que sin duda Paulino mira como algo positivo, pero que podría verse como la cercanía de la muerte. Todo se llena de sensaciones visuales (los colores), olfativas (“efluvios de azahar y miel silvestre”) y hasta auditivas (la pareja de guacamayos en silencio hacia Paraguay). El hombre ve la vida que se aleja, pero no lo interpreta así. Está en medio de tres países Argentina, Brasil y Paraguay, está en medio de la nada, a merced de los deseos de ese río que lo llevará a ninguna parte.

El río hace girar la canoa, sin hacerla avanzar, y ese mareo le permite al hombre sentirse cómodo con su actividad mental, “cada vez mejor”, él también está revolviendo, dando vueltas sobre su vida, su existencia. La naturaleza lo acompaña, a pesar de que fue agresivo el paisaje en algún momento para mostrarle su fin, ahora, en su delirio, es un paisaje que le ofrece compañía y hasta consideración. Le regala lo mejor que tiene.

En la desesperación de recuperación de su pasado, empieza un obsesión por recuperar el tiempo exacto de las cosas, algo que tal vez sea banal, pero imprescindible para que la muerte no lo lleve sin seguir luchando, con lo único que es posible hacerlo en estos momentos: sus recuerdos precisos. Cada vez va buscando la perfección, la exactitud, “tres años” no es exactamente preciso, “dos años y nueve meses”, tal vez, pero no es suficiente, y así va buscando la respuesta que le satisfaga.

Esto se va intercalando con la cruda realidad “sintió que estaba helado hasta el pecho”, la muerte se acerca y por más precisión que busque nada podrá hacer frente a la realidad.

Pero el hombre no deja de luchar, y ahora una nueva idea de precisión sobre el tiempo se posa en su cabeza: cuándo conoció a Lorenzo Cubilla, un viernes santo o un jueves. Esta referencia podría llevarnos a pensar en el simbolismo de estos dos días. El viernes santo es cuando Cristo muere, y el jueves cuando sufre toda su agonía. El hombre elige el jueves, porque tal vez en ese día Cristo aún no estaba muerto, como si su lucha personal, la de Paulino fuera hasta el último instante. Confirma que lo conoció un jueves, como si no quisiera darle nunca a la muerte la posibilidad de ganarle la partida.

Pero aún cuando él intenta ganar esta lucha desde el pensamiento, el narrador intercala estos delirios con acciones físicas: “el hombre estiró lentamente los dedos de la mano” como una señal de una vida que se escapa. Tal vez tenía los dedos apretados para que esto no sucediera, como señal de esa lucha hasta último momento. Y una vez que logra la precisión del tiempo, el narrador termina el cuento constatando lo que ya nos había sugerido desde el principio “cesó de respirar”.

La lucha del hombre por mantenerse vivo, aún cuando es segura su muerte, se ve hasta el último instante, como una actitud porfiada por continuar viviendo, con ese deseo infinito de aferrarse a la vida, aún cuando en su vida él haya elegido alejarse del mundo. Un hombre puede vivir toda la vida queriendo morir, pero no va a dejar de luchar cuando la muerte real venga. Nadie se entrega a la muerte con tanta facilidad, ni aún los suicidas.
Trabajo realizado por la Prof. Paola De Nigris




domingo, 27 de junio de 2010

Espínola - Rodríguez

Rodríguez


Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento, y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.

A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.

-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.

Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.

-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!

Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.

-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?

Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.

-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.

Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.

-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...

-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.

Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.

Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.

A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:

-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!

Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:

-¡Mirá!

La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.

Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:

¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!

Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.

Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.

-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?

-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.

Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.

-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.

-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.

Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.

-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!

-¿Eso? Mágica, eso.

Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.

-¡Te vas a la puta que te parió!

Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

Martí - Poema IX de "Versos Sencillos" (texto)

Poema IX

Quiero, a la sombra de una ala,
Contar este cuento en flor,
La niña de Guatemala
La que se murió de amor.

Eran de lirios los ramos,
Y las orlas de reseda
Y de jazmín: la enterramos
En una caja de seda.

...Ella dio al desmemoriado,
Una almohadilla de olor,
El volvió, volvió casado,
Ella se murió de amor.

Iban llevándola en andas,
Obispos y embajadores,
Detrás iba el pueblo en tandas,
Todo cargado de flores.

...Ella por volverlo a ver,
Salió a verlo al mirador,
El volvió con su mujer,
Ella se murió de amor.

Como de bronce candente,
Al beso de despedida,
Era su frente la frente,
¡Que más he amado en mi vida!

...Se entró de tarde en el río,
La sacó muerta el doctor,
Dicen que murió de frío,
Yo sé que murió de amor.

Allí en la bóveda helada,
La pusieron en dos bancos,
Besé su mano afilada,
Besé sus zapatos blancos.

Callado al oscurecer,
Me llamó el enterrador,
¡Nunca más he vuelto a ver,
A la que murió de amor!

Martí - Poema V de "Versos sencillos"

Poema V

Si ves un monte de espumas,
Es mi verso lo que ves,
Mi verso es un monte, y es
Un abanico de plumas.

Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.

Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.

Mi verso al valiente agrada:
Mi verso, breve y sincero,
Es del vigor del acero
Conque se funde la espada.

Quiroga - A la deriva

A la deriva


El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!

—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.

—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.

Cortázar - Continuidad de los parques

Continuidad de los parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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