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lunes, 14 de febrero de 2011

Narrativa del Siglo XX. Boom Latinoamericano

Cambios en la narrativa del Siglo XX
Las rupturas. El boom latinoamericano.

Trabajo extraído del texto: "Literatura del siglo XX"
Jorge Albistur. Ed. Banda Oriental. 1986

Como cualquier otra manifestación literaria o artística del siglo, la narrativa refleja esa crisis del concepto de “realidad” que se ha visto como común denominador de las nuevas formas creadoras. Naturalmente, subsisten todavía hoy las novelas que procuran ser un reflejo lo más fiel posible del mundo  circundante, pero lo corriente es que el narrador busque objetivos muy distintos de los que se agotan en describir lo que puede verse cotidianamente. Cortázar decía: “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías bien definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo conocimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido los principios orientadores de mi búsqueda personal en una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”.

Cortázar da por sentado que hay un seudorrealismo – “falso realismo”, “realismo demasiado ingenuo” – en el cual se ha caído por exceso de simplificación. El escritor desconfía de las leyes claramente formulables y le parece candor aceptar a pie de juntillas las relaciones de causa-efecto. La confianza del hombre del siglo anterior en que la realidad es tal como aparece queda encerrada en una famosa frase de Stendhal: “una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Cortázar considera al realismo del siglo pasado como una consecuencia del racionalismo filosófico de la centuria anterior, tenida  por “el siglo de las luces”

La narrativa actual ha operado el pasaje de lo mimético a lo simbólico. Nada de imitación, copia o representación siquiera de la realidad objetiva. La nueva postura supone la sustitución de los escenario familiares por los espacios imaginario. Ocurre, también, que el narrador se instale resueltamente y desde el principio en una atmósfera inverosímil y absurda, sin que se sienta obligado a rendir explicación alguna.

El novelista típico del siglo XIX era un narrador omnisciente, alguien que lo sabía todo: vale decir, que el personaje se definía a sí mismo a través de sus actos y sus palabras, pero – si resultaba necesario – el escritor accedía a su interior, escudriñaba sus pensamientos, traducía en palabras claras sus emociones más personales y escondidas y en todo procedía como si el alma de su criatura no tuviese secretos para él.

En la nueva novela no es el escritor quien narra sino el propio personaje, son lo cual todo se organiza desde los ojos de un “yo”. La más revolucionaria e influyente forma de esta modalidad es lo que, a partir de “Ulises” (1922) de James Joyce, se ha dado a llamar “monólogo interior”.

Dujardin dice lo siguiente respecto al “monólogo interior”: “es en el orden poético, ese lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconsciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente”. Se trata de acercar la palabra todo más posible a esa fluencia alógica que se ha  llamado corriente o torrente de la conciencia: una catarata indivisa que tolera mal las codificaciones establecidas por las formas tradicionales de la puntuación y hasta la habitual distribución en párrafos. Separar es aquí, casi, desvirtuar. El método reduce al mínimo imprescindible para la comunicación la racionalidad del lenguaje: éste casi por definición es de todos, pero aquí se vuelve peligrosamente privativo de uno solo. Al lector le corresponde el esfuerzo de recibir, de aquella privacidad, lo que puede ser compartido. Levin dice que el narrador escribió para sí mismo, “con desprecio paranoico de cualquier lector”. Joyce estaría en una posición equivalente a la de los surrealistas con respecto a la “escritura automática.

Otra característica está marcada por las citas de “Finneganswake” que consigna que el lenguaje literario se ha aniquilado voluntariamente, hasta acoger formas expresivas esencialmente alejadas de lo artístico: todas las manifestaciones coloquiales imaginables, sin excluir la cinta grabada del diálogo más informal hasta la siempre conversación lacónica por teléfono, llena de sobreentendidos.

La narrativa de los últimos años ha visto también a la novela organizada como un “collage” de varias versiones de los acontecimientos narrados: de modo que hay vario narradores, cada uno de los cuales presenta los hechos desde su punto de vista. Si la estructura de la novela es clara y coherente con el sistema elegido – como ocurre con la “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez – el lector estará seguro de cuál es la perspectiva desde la que se está observando lo sucedido. Suele ocurrir, sin embargo que los narradores – no omniscientes, por añadidura, pues cada uno conoce sólo una arista o una cara del todo que se persigue – se constituyan como voces de procedencia incierta o ambigua.

Agréguese a todo esto la sostenida tendencia a no seguir el orden cronológico normal de los hechos. “Contar seguido, hilvanado, sólo siendo cosas de rasa importancia” dice Guimaraes Rosa. En lugar de la estructura lineal, lógica y previsible de la acción presentada en el relato, el escritor propone, un orden fundado en lo que acaece dentro del espíritu o la conciencia del protagonista: por ejemplo, la organización de sus recuerdos, que pueden privilegiar a alguna escena que no fue la primera en la secuencia de los hechos, aunque sí la más intensa y memorable. Si el lector no se dispone a dejarse conducir por el juego que así se postula, el efecto de este tipo de organización puede resultar desconcertante y parecer arbitrario.

En los temas se ha enfatizado en los aspectos ambiguos, irracionales y misteriosos de la realidad y la personalidad: la incomunicación y la soledad, y con tal intensidad que la nueva narrativa quita valor a la muerte, porque considera que la vida misma es una forma de muerte y de infierno.

Por todas partes ha sido un hecho la emergencia de una “novela metafísica”, como se la ha llamado en la imposibilidad de hallar un término más preciso. Y en ella, se volverán presente los elementos simbólicos. Uno de esos elementos simbólicos es el omnipresente burdel, escenario en amplios desarrollos de “La casa Verde” de Vargas Llosa, o “Juntacadaveres” de Onetti. Hay aquí, sin duda, un diagnóstico bien sombrío sobre el continente y la época que nos ha tocado vivir.

Un tema se ha vuelto obsesivo en la narrativa del siglo XX: el de la general rebelión contra todos los tabúes, que ha terminado por aparejar una verdadera explosión de lo erótico. En general, se ha explicado este aspecto como una de las tantas formas de agredir a la moral “burguesa. Sábato decía: “El derrumbe del orden establecido y la consecuencia crisis del optimismo (…) agudiza este problema y convierte el tema de la sociedad en el más supremo y desgarrado intento de comunión, que se lleva a cabo mediante la carne y así (…) [ella] asume ahora un carácter sagrado”

Bien puede ocurrir que el lector ya no encuentre, al enfrentarse a una novela, el viejo “placer de leer”, y todo le resulte arduo y trabajoso. Esto no deja de ser normal y comprensible, desde que el escritor ya no conduce a quien lee hacia certidumbres indiscutibles, de modo que el receptor del mensaje descanse confiado y dócilmente. Umberto Eco habla de “obra abierta”. Desde el punto de vista del “significado”, ella supone una multiplicación de los sentidos posibles, lo que obliga al lector a conquistar alguno que lo satisfaga, en un esfuerzo que lo transforma también a él en un creador o, por lo menos, en alguien capaz de “actos de invención”. En general, no es incomprensible que Eco relacione el mundo multipolar que es la obra moderna y el amplio sistema de relaciones sin puntos de vista privilegiados en el cual queda instalado el lector, con el universo espacio-temporal imaginado por Einstein. Desde luego, el lector está en su derecho de rehusar a entrar en el juego que le solicita el aporte de una perspectiva, pero el gozo artístico implica una vacación para nuestras convicciones, que es decir para nuestra individualidad.

sábado, 12 de febrero de 2011

Vanguardias en América

Vanguardias en América
Texto extraído del libro "Literatura del Siglo XX"
Jorge Albistur. Ed. Banda Oriental. 1986
El modernismo

Esta corriente se ubica entre 1885 y 1915. Podría considerársela una vanguardia y al mismo tiempo una corriente del siglo XX, como la expresión de la sensibilidad finisecular. El refinamiento y aristocratismo de su gusto en el período más típico no podrían explicarse sin tener en cuenta que la corriente refleja en buena parte ese atardecer lleno de oros que fue el fin de siglo europeo.

El movimiento se manifestó antes en el norte de la América española –Cuba, Colombia, México, Nicaragua – que en sur donde asumió fuerza triunfal a partir de la llegada a Buenos Aires de Rubén Darío, el orientador indiscutido del movimiento, aunque haya rechazado con firmeza esta condición. La corriente trajo consigo un papel de privilegio para el escritor americano: la importancia del periodismo permitía al escritor vivir de su vocación; el servicio diplomático solía ofrecerle buenas remuneraciones y largos ocios, además de la oportunidad de estar en Europa; el “museo imaginario” como diría Malraux, era en estas tierra tan rico como en las capitales del viejo mundo, porque podía leerse cualquier novedad; estos países tuvieron capacidad suficiente para soportar los denuestos al “burgués”, las poses de “dandy”, agresivas y exhibicionistas, y el exotismo.

Reclamado por muchas extravagancias – la mayoría fruto de haber dejado atrás la América lugareña – el modernismo fue algo mucho más serio de lo que las actitudes individuales pueden sugerir. En lo literario, el anarquismo estético de los poetas mayores, supuso una reacción contra el romanticismo. El poeta de la nueva época no cree ya en la palabra como instrumento para comunicar exclusivamente emociones: quiere que ella sea sonido y color, busca sus valores musicales y plásticos, en una tendencia emparentada con el “fusionismo europeo”. En Francia, precisamente, dos corrientes del Siglo XIX habían explorado estas virtualidades del lenguaje lírico, y de ellas se nutrió, en buena parte, el modernismo. Se trata del parnasianismo y el simbolismo.

“El Parnaso contemporáneo” fue el título de una antología de jóvenes poetas franceses aparecida en 1886. El elemento común era el rechazo de la poesía confesional. La negación del “yo” los condujo a una temática exótica: los mitos greco-latinos y de los países del Lejano Oriente, espejismo para poetas europeos ávidos de lo nuevo y curiosos de la legendaria antigüedad sino-japonesa.

El resultado fue una poesía inspirada en el horror de las “abobadas sensiblerías”, como escribiera Leconte de Lisle. Los parnasiano se bautizaron a sí mismo con estos términos: “formistas”, “estilistas”, “impasibles”. El verso como un valor en sí mismo – ya no por su contenido – fue la gran preocupación de esta corriente y el modernismo tomó de ella la prioritaria conciencia de la forma.

A lo mismo contribuyó la poesía de los simbolistas, aunque todo aquí se complica debido a una concepción del mundo que lo convierte en símbolo o reflejo de otra realidad, misteriosa y trascendente. Comoquiera que a ella sólo puede acceder mediante una sensación rica y compleja y dado que la sensación siempre traducible en la poesía es la auditiva, los simbolistas cultivaron sobre todo el valor fónico del verso. “La música ante todo”, aconseja Verlaine en su “Arte poética” (1884), pero se trata de una música asordinada y sugerente, lejos de cualquier estridencia o facilismo: estos poetas desconfían de la rima y aceptan que sólo importa “el matiz”. “Los bellos versos son aquellos que se exhalan como sonidos o perfumes” dice René Lalou.

La sobriedad y las delicadezas de una poesía que, deliberadamente renuncia a ser mera expresión de sentimiento: esto es lo que bebió el modernismo en sus fuentes europeas. Se suele entender que hasta 1895 – fecha de publicación de “Prosas profanas”, de Rubén Darío – se desenvuelve el premodernismo o la “primera generación modernista”. Los autores destacados son Martí, Gutiérrez Nájera, Asunción Silva, Julián del Casal.

Con “Prosas profanas” el modernismo alcanza su expresión más típica y definida, aunque no la más madura, poética ni humanamente hablando. El nicaragüense sólo ve tema americano en los tiempos precolombinos. Rechaza el país y el tiempo en que le tocó nacer y añora las cortes, especialmente Versalles. “Prosas profanas” refleja bien la tendencia modernista a concebir el mundo como un brillante espectáculo, en que todo es oro y sedas.

La madurez de Darío coincide con un tercer período modernista iniciado en 1905, con libros más destacables porque recogen una profundidad de alma y una sencillez de expresión, después de tanto refinamiento, tales como “Canto de vida y esperanza”, “El canto errante” y “Poema de otoño”.

La generación del ‘900

La llamada generación del 900 fue en el Uruguay, la más cumplida y cabal manifestación modernista. El exotismo caló muy hondo también en estas costas, de modo que Julio Herrera y Reissig se sintió encerrado en las “Tolderías de Tontovideo”. El dispuso que, a la Torre de los Panoramas, estuviese “prohibida la entrada a la los uruguayos”, y allí pontificada sobre poesía francesa mientras, a pocas cuadras, el otro Papa el momento, Horacio en su primera época se hacía oír en el Consistorio del Gay Saber. Claro que toda esta gesticulación de independencia, inadaptación y extranjería, no impidió a Julio Herrera realizar su labor de auténtico poeta, ni a Quiroga encontrar al fin su verdadero rumbo, en la narrativa. Pero conviene saber que Uruguay conoció el dandysmo de Roberto de las Carreras – que se proclamaba hijo natural y marido engañado, partidario del amor libre – y conoció también las voluptuosidades del decadentismo – es decir, la neurosis de los vencidos por el mal de fin de siglo – a través de algunos escritos de Carlos Reyles y el propio Quiroga.

Fue también el 900 la época de las poetisas, Delmira Agustini y María Eugenia Vaz Ferreira, y de la elegante prosa de Rodó que castigó la frase en nombre de “la gesta de la forma”, hasta alcanzar un estilo levantado y solemne, hecho de extensos períodos y estudiadas pausas, de marcha serena e isócrona, como conviene a una ideal traslación del modernismo a la prosa.

Para mayor riqueza y enturbiamiento de sus líneas más puras, la generación del 900 tuvo, en fin, sus narradores atentos a la realidad rural – un Viana, un Reyles cuando abandonó sus extravíos juveniles – y un dramaturgo que supo ver a los suburbios, las clases medias y la infautada aristocracia de la vida urbana rioplatense: ese Florencio Sánchez que tampoco fue insensible a los dramas campesinos. Y el 900 ofreció, todavía, la obra de nuestro filósofo mejor conocido a nivel continental: Carlos Vaz Ferreira.

El creacionismo

Solitario, casi una golondrina que no hace verano, fue el chileno Vicente Huidobro, fundador de los que se llamó “creacionismo”. Él procuraba acercar su poética a aquellas realidades mágicas rodeadas del prestigio y el misterio precolombinos. El supuesto poema aymará, del que dicen se basó Huidobro para crear esta corriente decía: “No cantes a la lluvia, poeta, haz llover”. El manifiesto del creacionismo, leído en Buenos Aires en 1914 se titulaba – precisamente – “non serviam”, “no servimos”. “Yo tendré mis árboles, que no serán como los tuyos; tendré mis montañas; tendré mis ríos y mis mares, tendré mi cielo y mis estrellas”.

Huidobro rechazaba al hombre-espejo para concebir al artista como un pequeños dios.

Vanguardias europeas

Las vanguardias o “ismos” (europeos)
Texto extraído del libro "Literatura del Siglo XX"
Jorge Albistur. Ed.Banda Oriental. 1986 

Con una ingenua metáfora castrense se designaron a sí mismas una serie de corrientes literarias que sacudieron el panorama europeo desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta los primeros años de la segunda post-guerra. Es reconocida la reminiscencia bélica del término “vanguardia”, su solo uso supone la existencia de una retaguardia: la tradición es la que marcha rezagada, en tanto los “ismos” se proclaman representantes auténticos de la vida contemporánea.

Guillermo de Torre en “Literaturas europeas de vanguardia” señala el otro rasgo común a estas corrientes: su internacionalismo, derivado del rechazo de todas las tradiciones locales. Todas las vanguardias fueron esencialmente teóricas, por lo cual es típico en ellas el “manifiesto”, o programa de principios, que a menudo ha terminado por sustituir a las obras mismas. Antes de la entre-guerra los propósitos no excedían los límites del arte, luego fue haciéndose cada vez más evidente la intencionalidad político-social.

En adelante se ofrece una enumeración y rápido delineamiento de las vanguardias.

El futurismo

Aunque hoy aparece remoto y sin vigencia alguna fue el primer movimiento de vanguardia. Su conductor, el italiano Marinetti, recorrió buena parte de Europa y América haciendo oír su palabra profética, en la cual se encerraban las claves de una estética para los tiempos a venir. Creyó en el mito moderno, y ayudó a forjarlo. Decía: “Queremos cantar el amor del peligro, del hábito de la energía y la temeridad”. A la “inmovilidad pensativa, al éxtasis y el sueño”, opone el futurismo “el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, el puñetazo y la bofetada”. El nuevo gran valor es “la belleza de la velocidad” de modo que “un automóvil de carrera es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. Estos despreciaban a los adoradores de la luna y glorificaban la guerra, llamándola “única higiene del mundo”. Con respecto a la tradición, especialmente en lo cultural, la posición es: “Lanzamos en Italia este manifiesto de violencia incendiaria y arrebatadora, basado en el cual fundamos hoy el futurismo, porque queremos librar a nuestro país de la gangrena de profesores, arqueólogos, cicerones y anticuarios”.

Marinetti que había semi-elogiado al “music-hall” y el circo como únicos espectáculos tolerables, se lanzó también a la aventura de crear el “teatro sintético”: se trataba de obras de no más de diez minutos – no fuese cosa de perder el precioso tiempo del mundo de la velocidad – y en una de ellas el telón se levantaba apenas unos centímetros, de manera que el público sólo veía los pies de los actores.

De todo esto queda hoy en día, dice de Torre, tan sólo el ademán en el aire. Queda además el “Manifiesto técnico de la literatura futurista”, de 1912, que avanza ya aventura de una “imaginación sin hilos” – o sea, sin los nexos del pensamiento lógico – y propone una manera de escribir que será de recibo en otras corrientes: “Es menester destruir la sintaxis, disponiendo los sustantivos al azar de su nacimiento”; el verbo, sólo en infinitivo, para que comunique “el sentido de continuidad de la vida”; prohibición de usar el adjetivo, porque el matiz presupone la pausa y la meditación; supresión de expresiones comparativas – “como”, “parecido a”, “similar a” – porque traban la “velocidad aérea”. Quedaba sancionado el uso de cuatro o cinco tintas diferentes, las líneas verticales, oblicuas o circulares, los paréntesis, las llaves y cualquier otro tipo de innovación tipológica.

El expresionismo

Esta corriente signó el panorama cultural de Alemania entre 1911 y 1933. Esta fecha final está indicando ya que los representantes de esta corriente no simpatizaban con el nacionalsocialismo: su llegada al poder marcó el fin de la vanguardia, cuyos artistas fueron perseguidos.

El expresionismo nació, en principio, como manifestación de dos grupos de pintores: “El puente” y “El jinete azul”. Kandinsky y Klee representan ese máximo de intensidad del color que caracteriza a la corriente, y que reconoce su antecedente en las telas de Van Gogh. El expresionismo suele definirse en comparación con el impresionismo. Éste es, todavía, un arte figurativo: reproduce sensaciones ópticas, aunque la visión no tenga la nitidez propia del arte clásico. El expresionismo supone un paso más: se independiza de la realidad, y, si toma sus materiales, los convierte en sustancias animada, contorcida y patética. La intención es obtener de las cosas un grado máximo de “expresividad”.

En el plano de la literatura, esta vanguardia guarda alguna relación con el gótico y el barroco – estilos ambos de extrema tensión y ansiedad comunicativa – y con el “Sturm und Drang”: el romanticismo inicial en las letras alemanas, caracterizado por la vehemencia y la inmoderación. El expresionismo tiene un gusto sado-masoquista por el catastrofismo.

No es de extrañar que la gran preocupación de la poesía expresionista haya sido la Primera Guerra Mundial. Trakl, suicida en 1914, es el ejemplo más acabado del desequilibrio que la contienda llevó al espíritu de estos poetas, exaltados por el horror y la sangre. Pero el movimiento se reflejó en la narrativa y no es ajeno a su influencia ninguno de los grandes novelistas en lengua alemana del período, tales como Kafka.

El cubismo

También fue, en principio, una vanguardia de la pintura, al punto que las aproximaciones a la literatura han sido más bien tentativas y de resultados parciales.

En las artes plásticas, el cubismo es claramente delimitable. Se inicia en 1907, cuando Picasso opone a la óptica impresionista una geometría bárbara y una deliberada y sistemática deformación. Le siguen en esta tendencia Braque y Matisse. Cubismo pasó a ser, en adelante, el arte de descomponer y recomponer la realidad según el bidimensionalismo, la compenetración de planos y el simultaneísmo de visión.

En la literatura, supuso también la combinación de formas discontinuas, lo que implicó la destrucción del discurso y de la regularidad métrica. La “realidad intelectual” sustituyó a la “realidad sensorial”, y la obra de arte se juzgo valiosa en sí misma, “no por las confrontaciones que puedan hacerse con la realidad”. Se toma al poema “Zona” (1915) de Appolinaire, como el ejemplo más acabado de la nueva realidad. Lo anecdótico y lo descriptivo quedan reemplazados por el fragmentarismo y la elipsis, de modo que se lleva a lo que Spitzer llama “la enumeración caótica”. “Si un hecho viene a interrumpir una sinfonía de recuerdos, se le anota por respeto a su verdad cerebral” comenta Epstein. El cubismo desemboca en la avenida común de las vanguardias poéticas: la suplantación del pensamiento-frase – es decir, racional y lógico – por el pensamiento-asociación, que a menudo se formula al margen de la actividad de la conciencia.

Apollinaire procuró fundir la poesía y la pintura en los “caligramas” o poemas dibujados, es la expresión mayor del cubismo.

El dadaísmo

“Las obras maestras dadás no deben durar más de cinco minutos” según se lee en una proclama del movimiento. El movimiento fue algo inesperado en el espíritu francés, significó el encuentro con la nada. Según Tristan Tzará, el principal impulsor de esta vanguardia, “dadá” no significa nada, aunque a continuación agrega: “Los negros kru llaman dadá a la cola de una vaca santa. El cubo y la madre en cierta región de Italia: dadá. Un caballito de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso y rumano: dadá”. La sola multiplicación de acepciones revela que el vocablo no tiene ninguna concreta y fija, como dice Gide al considerar a las dos sílabas de “Dadá” como el punto máximo de la “inanidad sonora” querida por Mallarmé, la “insignificancia absoluta”.

El movimiento echó a andar en Zurich, en 1916, con la fundación del Café Voltaire, donde se reunían poetas y pintores, entre quienes figuraban Apollineire y Picasso. En 1919 Tzará llega a París, y comienzan a multiplicarse los festivales, las revistas, los boletines y las hojas sueltas dadaístas. El tono siempre fue el mismo: “No más pintores, no más literatos, no más músicos, escultores, religiones, republicanos, monárquicos, imperialistas, anarquistas, socialistas, bolcheviques, políticos, proletarios, demócratas, burgueses, aristócratas, ejército, policía, patria: en fin, basta de todas esas imbecilidades. No más nada, nada, nada. De esta manera esperamos que la novedad llegará a imponerse menos podrida, menos egoísta, menos mercantil, menos inmensamente grotesca”. Aunque Tzará proclamó que “el estado normal del hombre es dadá”, hacia 1921 ya no quedaba nada de la nada.

El surrealismo

Es el nombre que suele darse a una de las vanguardias más poderosas y de mayor influencia. La palabra tiene sentido en la lengua francesa – “sur-realisme” – y debería ser traducida por “superrealismo”, para indicar claramente que este movimiento se propone estar más allá o por encima de la realidad.

Vinculado en sus raíces con el dadaísmo, cuyo absoluto nihilismo intenta superar, el surrealismo tiene la misma agresividad que aquella corriente. Ella se puso de manifiesto no sólo en los lemas contra la familia, el Estado y la religión, sino en el enfrentamiento con Paul Claudel, el poeta católico que declaró no encontrar en la corriente sentido alguno, salvo el pederástico. El grupo se defendió  diciendo: “Nuestra actividad no tiene de pederástica, más que la confusión que introduce en el espíritu de aquellos que no participan en ella”. Y luego como Claudel era por entonces embajador de Francia en Japón, los veintinueve firmantes llaman a la insurrección de las colonias para “aniquilar esta civilización occidental por vos defendida en Oriente”. En alusión a los negocios franceses en aquellas latitudes, los surrealistas encuentras a la poesía incompatible con “la venta de gruesas cantidades de tocino, por cuenta de una nación de cerdos y de perros”. Al borde del dadaísmo afirman, todavía, que “no queda en pie más que una idea moral: a saber, por ejemplo, que uno no puede ser a la vez embajador de Francia y poeta”. Y el grupo se despide de Claudel con estas recomendaciones: “nosotros os abandonamos a vuestras beaterías infames. Que ellas os aprovechen de todas maneras: engordad aún, reventad en medio de la admiración y respeto de vuestros conciudadanos. Escribid, rezad, babead, nosotros reclamamos el deshonor de haberos tratado de una vez por todas de pedante y de canalla.

Pese a toda esta violencia tuvo mucho más claro el contenido de su programa de acción creadora que el dadaísmo. Produjo tres manifiestos: el primero, de 1924, que es el que mejor define a la corriente, el segundo de 1930, que propicia las relaciones del movimiento con el comunismo y que dividió irremediablemente al grupo, y el tercero en 1942 que fue un infructuoso intento de revitalizar un movimiento qye había perdido su condición de punta de lanza.

El primer manifiesto define al surrealismo en los siguientes términos: “Automatismo psíquico puro, por el cual se intenta expresar verbalmente sea por escrito, sea de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral”. “La ausencia de todo control ejercido por la razón” debía traducirse en la “escritura automática”, experiencia siempre un poco forzada, porque el escritor no puede anular la conciencia de estar escribiendo. Tzará, entusiasmado con estas novedades, incitaba a estos procedimiento de creación: “Tomad un periódico; tomad tijeras; escoged un artículo, recortad, record enseguida cada palabra, ponedla en una bolsa y sacudid…”

Los puntos clave de la estética surrealistas son los siguientes:

a) Fusión de la realidad y el sueño, para alcanzar una sobre-realidad. Influidos por Freud, los surrealistas se apartan aquí de él. En lugar de tomar al sueño como símbolo válido para el hombre, creen en su absoluta singularidad. Aceptan de Freud, no el método sino la mitología.

b) esta fusión debe significar una nueva forma de conocimiento, experiencia sin la cual la propia expresión “surrealismo dejaría de tener sentido.

 c) Del nuevo conocimiento deberán surgir una nueva ciencia, una nueva moral y una nueva belleza, de modo que el surrealismo desborda el campo de lo meramente estético.

d) Es necesario ir al conocimiento por la vía del desconocimiento, es decir, vivir el ser pero no lúcidamente, sino en el esta de mayor alienación posible. “Yo persigo un desorden razonado de todos mis sentidos” había dicho Rimbaud.

e) Los caminos hacia el desconocimiento son lo inconsciente, lo onírico, la magia, la infancia. El automatismo psíquico, la demencia, los estupefacientes, el humor, el amor, el culto de lo instantáneo y el ver a los objetos como míticos.

f) El surrealista debe escribir sin conciencia de que escribe.

g) La poesía debe procurar “la estupefaciente imagen”, “desensibilizar el universo” y el surrealismo, en general, quiere una imagen que equivalga a un regreso al caos.

El ultraísmo

Esta es una palabra de contenido impreciso y se adoptó como término para designar a un aspecto de la vanguardia en Espña. “Ultra” equivale a “máximo” o 2culminación” de algo y se buscaba aquí el desarrollo pleno de las mismas notas que se han venido observando en las otras corrientes europeas: sobrevaloración de la imagen, supresión de la anécdota y lo narrativo, supresión de lo sentimental, salvo si aparece irónicamente enlazado con el mundo moderno. Rima y puntuación desaparecen y el ritmo, en lugar de procurar la continuidad tradicional, se adapta a cada instante.

En 1920, después de una extensa fusión de poesía y pintura, cada arte volvió a reivindicar su autonomía. Jorge Luis Borges, tentado en su juventud por esta vanguardia poética dijo: “La desemejanza raigal que media entre la poesía vigente y la nuestra es la que sigue: en la primera el hallazgo lírico se magnifica, se agiganta y se desarrolla; en la segunda se anota brevemente”.

Las revistas ultraístas se multiplicaron en tanto el movimiento atrajo a Gerardo Diego y – en parte – a García Lorca.

viernes, 11 de febrero de 2011

Atmósfera del siglo XX

Atmósfera espiritual del siglo XX

Resumen extraído del texto "Literatura del Siglo XX" de Albistur. Ed. Banda Oriental. 1986

En el siglo XX hay una nueva angustia del hombre nuevo. Los parámetros de esa angustia son los siguientes: Dios ha muerto; la razón está por todas partes cuestionada, y nadie cree en ella con demasiada fe; el universo y la historia se han vuelto ininteligibles; el hombre se mueve en una “vacía libertad de morir” o bien, como dice Sastre, es “una pasión inútil”; se han revelado todos nuestros monstruos, de modo que la sexualidad asoma detrás de cada cosa que parece pura, incluyendo el arte; el afán de justicia suele disimular el resentimiento y el deseo de venganza; hay formas de “sabiduría” que son infelices disfraces de la cobardía; la creación se manifiesta a menudo como una forma de agresividad y la cultura, como la moral, son en buena medida mistificaciones. En medio de este panorama, dice Picón, la curiosidad por el pasado es la única pasión que nos queda. Ella traduce un deseo de éxodo colectivo. Todos nosotros somos candidatos perpetuos a la emigración a través del tiempo.

Tal vez todo sería mejor si el hombre de hoy fuese solamente angustia. Pero él es además orgullo, y un orgullo tan fuerte que hasta puede llegar a gloriarse de su propia angustia, ya que la desgracia de algún modo presagia al fin a las almas. El orgullo está justificado y es explicable, pues jamás el conocimiento había puesto al servicio de la humanidad la energía de la creación, y la posibilidad de destrucción de hoy es una evidencia. Porque todo esto ya no es más “una magia clandestina”, como pudo serlo en otros tiempos, sino un desafío y un riesgo con el cual todos hemos tenido que aprender a convivir.

Cómo ha podido llegarse a este estado de cosa es algo muy difícil de precisar. La cronología ha mostrado una estremecedora serie de acontecimientos que han actuado como un revulsivo para la humanidad, entre los cuales dos guerras planetarias. Pero esto es apenas lo contingente, la consecuencia o resultado de una crisis espiritual que se gestó lentamente y a partir de muchos factores.

El arte suele ser el barómetro más sensible de las grandes transformaciones subterráneas. Nunca la ciencia ha sido – como hoy – hermana de la imaginación y hasta de la poesía. A partir de Einstein, la ciencia es una verdadera aventura del pensamiento, una forma de inventar el mundo, un “genio  extraordinario donde la invención coincide con el pensamiento”.

La nueva empresa del espíritu – ya no de la inteligencia – ha arrojado como resultado, una concepción del universo con arreglo a estos postulados esenciales: curvatura del espacio; mundo ni finito ni infinito – “infinito aunque limitado -, de modo que un viajero que se desplazara en línea recta terminaría regresando al punto de partida; tiempo que es una dimensión nueva de la extensión, ya que tiempo y espacio no son categoría independientes la una de la otra; identidad de la energía y la materia y geometrías para espacios que no tienen nada que ver con nuestra percepción.

A todo esto debe agregarse la noción de “relatividad”, según el cual el investigador está implicado en su propia búsqueda, y cada perspectiva de la observación conlleva una modificación del objeto mismo observado. Porque ninguna cosa, en el fondo, tuvo consecuencias filosóficas más profundas que este hallazgo. Para el viejo relativismo, explica Ortega y Gasset, la realidad es absoluta y nuestro conocimiento de ella, relativo. La “relatividad” es una carencia, una miseria del espíritu humano, una insuficiencia de su capacidad de conocer, una confirmación y un argumento para la desesperación faústica. Pero Einstein hizo pedazos a esta antigua y resignada concepción. Para él, la realidad es en sí misma relativa – según la perspectiva de la observación que se haya asumido – en tanto nuestro conocimiento de ella es absoluto: desde el ángulo de estudio elegido, nada le es privado al hombre. Y resta todavía añadir la advertencia de Ortega: “el individuo para conquistar el máximun posible de verdad no deberá suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo. El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperio unipersonal que representa su individualidad.

La consecuencia más inmediata de la nueva imagen de las cosas es el “reflujo general de ideas de objetividad”. Desde Einstein en adelante, ha hecho crisis el concepto de “realidad”. No deberá llamar la atención que la novela y el teatro  huyan del “realismo”, y que Cortázar sea uno de los innumerables escritores que denuncian al “realismo demasiado ingenuo”, ése que traza “geometrías bien cartografiadas”, y proclame una “realidad” secreta, distinta de la que se ve. Tampoco deberá ser motivo de asombro que la pintura se empeñe tenazmente en crearse sus propios objetos, como si no valiese la pena representar a los que están en la “realidad”. Es que el hombre de hoy ya no puede tener una idea clara de lo que ella es desde que la realidad constituye algo diferente según las perspectivas de la observación. El arte, pues, estará por todas partes sacudido por consecuencias de una nueva concepción del mundo físico.

Todo esto sin contar que Einstein guardaba todavía alguna fe en la concordancia entre el espíritu y la estructura de las cosas. Bohrs, por ejemplo, terminó con todos los “a-priori” tan secularmente gratos a la filosofía, y decidió someterse a la fatalidad de lo real, “siempre otro que aquel que el pensamiento espera”.

La angustia del hombre contemporáneo también se manifiesta largamente en el mundo moral. Nietzsche, que murió exactamente a las puertas del Siglo XX, planteó la concepción del Superhombre – o mejor, el Sobrehumano – lo cual implicaba el afán de terminar con el hombre tal como habitualmente  se usa. Para Nietzsche, el conocimiento importa poco y la vida era lo esencial. Enseñaba a vivir para la vida – no para un ideal, o una fe, o un sacrificio. El profeta Zarathustra hacía pedazos a las tablas de la antigua Ley – donde rezaban los valores del cristianismo, el racionalismo, la ética y hasta el socialismo, y se atrevía a una verdadera subversión; nada de amor, ni de humildad, ni de justicia; el vitalismo es el único valor del nuevo credo. Importa poco que haya vivido sus últimos años sumido en la total demencia. Su semilla había quedado bien sembrada, y fructificó en nuestros afanes de liberación, en nuestro odio a prohibiciones y tabúes, en nuestro inconfesado anhelo de poder y nuestra religión de los placeres.

En el campo de las ciencias sociales, el cambio partió de Carlos Marx, otro hombre del Siglo. Vivió la obsesión de la lucha de clases. No fue el primero  en hablar de ella, pero sí quien confió en que desemboca en la dictadura del proletariado, es decir, un período  de transición política que convierte a los oprimidos en provisionales opresores, hasta llegar a una sociedad sin clases sociales o sociedad comunista. Todo el mundo sabe que Marx planteó su teoría con la fuerza de un nuevo Evangelio, y soñó un mesianismo, acaso por aquello de que ningún revolucionario puede evitar convertirse en un prometedor de paraísos. Marx nos ha dejado siquiera el ánimo advertido, acaso para que la angustia resulte mayor todavía. Porque a partir de él, detrás del culto de las individualidades, y de la prédica usual de libertad y justicia, hemos aprendido a sospechar el camuflaje de los intereses capitalistas.

Con otro hombre genial hemos aprendido que los seres más comunes esconden un misterio cuyas claves deben ser rastreadas desde la infancia. Fue Sigmundo Freud, quien exploró el inconsciente, un analista no sólo de fenómenos patológicos, sino del sueño y  de innumerables actos de la vida cotidiana. Y en nuestra angustia, en nuestra lucha donde siempre procuramos ver con claridad, ¿quién dejaría de reconocer lo que él llamaba conflicto entre los “instintos del Eros” y los “instintos de muerte”? Amor y destrucción explican la contradicción contemporánea desde la perspectiva de la soledad de cada hombre. Freud aparece por lo menos como el hombre que legitimó al sexo en todas sus manifestaciones, el que reveló que aquello considerado único, aberrante e inconfesable es una experiencia de todos los hombres: algo “natural” en la mera condición humana, y ante lo cual no cabe el espanto y ni siquiera una condenación demasiado vehemente.

Con el auge del existencialismo la hora de la libertad es todas y cada una de las horas. Porque el hombre no tiene ninguna esencia es solamente existencia. A cada paso tiene que elegirse, tiene que optar solamente su existencia. A cada paso tiene que elegirse, tienen que optar, poniendo en obra su facultad de ser libre, con toda la angustia que conlleva la necesidad de elegir, porque siempre será más fácil que otros elijan por nosotros. Pero el existencialismo sabe que no hay decisiones ajenas: el hombre es sus circunstancias; vale decir, algo incesantemente distinto e imprevisible. Seamos o no conscientes, algo de todo esto está en juego cada vez que se oye el consabido y adorable  afán de “realizarse así mismo”. Por este camino el hombre actual alimenta a la vez su angustia y su orgullo.

La vida social  en general está signada por la masificación a que han conducido el extraordinario desarrollo de las ciudades y de los medios de comunicación. Sábato se atrevió replantear la situación que Ortega y Gasset llama “la deshumanización del arte”. ¿Quién está deshumanizado? A Ortega le pareció indudable que había una sola respuesta: el artista. No tuvo en cuenta que la desinteligencia entre el creador y el público bien puede ser, precisamente, responsabilidad a  este último. A juicio de Sábato el gran sofista está en creer que el público es “la humanidad”.

El siglo actual ha dado a luz a un “hombre-cosa” pues estamos en la civilización basada en la razón y la máquina: esta sociedad enferma al borde del colapso. La historia reciente, piensa Sábato, con sus dos guerras mundiales, ha terminado por revelarnos con crudeza la clase de monstruo que habíamos engendrado y criado orgullosamente.

En el consiguiente naufragio de lo individual, campea el hombre gris y uniforme. Hasta los deseo aparecen hoy colectivizados; los instintos estallan puntualmente en los grandes estadios y el hombre, agobiado por la propaganda, apenas si sabe soñar fuera de un “pan onirísmo” que le ha sido impuesto.

Este pobre ser que destruye a sí mismo terminará por desear que estalle una guerra, si con ella pueda escapar de la asfixia y la rutina. “Guiado por teléfonos y radios, el hombre-cosa avanzará hacia posiciones marcadas con letras y números. Y  cuando muere por obra de una bala anónima es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre todos es llevado a una tumba simbólica que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido. Que es como decir: “Tumba del hombre-cosa”.

El descarnado análisis de Sábato, la deshumanización ha alcanzado pues al público. En esta sociedad al borde de su crisis definitiva, son en cambio los artistas – cumbres de la sensibilidad que se empinan sobre la medianía – quienes anuncian los nuevos tiempos. El arte actual sería así la inhumación de un mundo, y no resulta extraño que la relación entre el artista y el público gire en torno a una permanente desinteligencia.

La desinteligencia aumenta al considerar hasta qué punto resulta dudoso que: “Toda sociedad tiende a considerar, en el arte, su función social” (Cassou). El hombre-cosa mira con extrañeza, y a veces indiferencia, al rebelde y el incomprendido. Marcel descubría una suerte de masoquismo social: el hombre goza al ver escarnecidos en la literatura los mismos principios sobre los cuales ha fundado su vida.

Hoy nadie habla de “el arte popular”. Aunque el artista deba enfrentarse al hombre-cosa para redimirlo y redimirse con él, sigue siendo un espejismo la fórmula maravillosa para quien el arte debe liberarse de su momento histórico.

Por el contrario, su único compromiso irrenunciable es pertenecer a su época y estrellarse con ella.

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