Este Blog está hecho para estudiantes de SECUNDARIA, tal como lo dice su título. La idea es ayudar a estudiantes de Educación Media uruguaya, a estudiar, y conseguir información BÁSICA para rendir exámenes o estudiar durante el año.
domingo, 6 de diciembre de 2009
Noche desierta - Idea Vilariño (Análisis)
martes, 1 de diciembre de 2009
Noche desierta - Idea Vilariño
Noche desierta
Noche
más que la noche todo
El vacío espantable de los cielos
cercándome mi noche
O mi cuarto mi cama
Mis pocos años míos
De sangre piel respiración
De vida
Quiero decir
Mi vida fugaz
Mis pocos años.
Y nadie a quien poder
Abrazarse llorando.
sábado, 17 de octubre de 2009
Modernismo - Martí
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional.
viernes, 2 de octubre de 2009
Arlt, Roberto - La Isla desierta
LA ISLA DESIERTA
Burlería en un acto
ROBERTO ARLT
Personajes
EL JEFE
EMPLEADA 1ª
MANUEL
EMPLEADA 2ª
MARÍA
EMPLEADA 3ª
EMPLEADO 1º
CIPRIANO (MULATO)
EMPLEADO 2º
DIRECTOR
TENEDOR DE LIBROS
ACTO ÚNICO
ESCENA
Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del JEFE, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón de un décimo piso.
EL JEFE. - Otra equivocación, Manuel.
MANUEL. - ¿Señor?
EL JEFE. - Ha vuelto a equivocarse, Manuel.
MANUEL. - Lo siento, señor.
EL JEFE.-Yo también. (Alcanzándole la planilla.) Corríjala. (Un minuto de silencio.)
EL JEFE. - María.
MARÍA. - ¿Señor?
EL JEFE.-Ha vuelto a equivocarse, María.
MARÍA (acercándose al escritorio del JEFE) -Lo siento, señor.
EL JEFE.-También yo lo voy a sentir cuando tenga que hacerlos echar. Corrija.
Nuevamente hay otro minuto de silencio. Durante este intervalo pasan chimeneas de buques y se oyen las pitadas de un remolcador y el bronco pito de un buque.
Automáticamente todos los EMPLEADOS enderezan las espaldas y se quedan mirando la ventana.
EL JEFE (irritado) - ¡A ver si siguen equivocándose! (Pausa.)
EMPLEADO 1° (con un apagado grito de angustia)- ¡Oh! No; no es posible. (Todos se vuelven hacia él.)
EL JEFE (con venenosa suavidad)-¿Qué no es posible, señor?
MANUEL. - No es posible trabajar aquí.
EL JEFE.-¿No es posible trabajar aquí? ¿Y por qué no es posible trabajar aquí? (Con lentitud.) ¿Hay pulgas en las sillas? ¿Cucarachas en la tinta?
MANUEL (poniéndose de pie y gritando)-¡Cómo no equivocarse! ¿Es posible no equivocarse aquí? Contésteme. ¿Es posible trabajar sin equivocarse aquí?
EL JEFE.-No me falte, Manuel. Su antigüedad en la casa no lo autoriza a tanto. ¿Por qué se arrebata?
MANUEL. - Yo no me arrebato, señor. (Señalando la ventana.) Los culpables de que nos equivoquemos son esos malditos buques.
EL JEFE (extrañado) - ¿Los buques? (Pausa.) ¿Qué tienen los buques?
MANUEL. - Sí, los buques. Los buques que entran y salen, chillándonos en las orejas, metiéndosenos por los ojos, pasándonos las chimeneas por las narices. (Se deja caer en la silla.) No puedo más.
TENEDOR DE LIBROS. - Don Manuel tiene razón. Cuando trabajábamos en el subsuelo no nos equivocábamos nunca.
MARÍA. - Cierto; nunca nos sucedió esto.
EMPLEADA 1ª - Hace siete años.
EMPLEADO 1°-¿Ya han pasado siete años?
EMPLEADO 2º - Claro que han pasado
TENEDOR DE LIBROS. -Yo creo, jefe, que estos buques, yendo y viniendo, son perjudiciales para la contabilidad.
EI JEFE. - ¿Lo creen?
MANUEL. - Todos lo creemos. ¿No es cierto que todos lo creemos?
MARÍA. - Yo nunca he subido a un buque, pero lo creo.
TODOS. - Nosotros también lo creemos.
EMPLEADA 2ª -jefe, ¿ha subido a un buque alguna vez?
EL JEFE. -¿Y para qué un jefe de oficina necesita subir a un buque?
MARÍA. - ¿Se dan cuenta? Ninguno de los que trabajan aquí ha subido a un buque.
EMPLEADA 2ª- Parece mentira que ninguno haya viajado.
EMPLEADO 2º - ¿Y por qué no ha viajado usted?
EMPLEADA 2ª - Esperaba a casarme...
TENEDOR DE LIBROS. - Lo que es a mí, ganas no me han faltado.
EMPLEADO 2°-Y a mí. Viajando es cómo se disfruta.
EMPLEADA 3ª - Vivimos entre estas cuatro paredes como en un calabozo.
MANUEL. - Cómo no equivocarnos. Estamos aquí suma que te suma, y por la ventana no hacen nada más que pasar barcos que van a otras tierras. (Pausa.) A otras tierras que no vimos nunca. Y que cuando fuimos jóvenes pensamos visitar.
EL JEFE (irritado) - ¡Basta! ¡Basta de charlar! ¡Trabajen!
MANUEL. - No puedo trabajar.
EL JEFE.-¿No puede? ¿Y por qué no puede, don Manuel?
MANUEL. -No. No puedo. El puerto me produce melancolía.
EL JEFE. - Le produce melancolía. (Sardónico.) Así que le produce melancolía. (Conteniendo su furor.) Siga, siga su trabajo.
MANUEL. - No puedo.
El JEFE.-Veremos lo que dice el director general. (Sale violentamente.)
MANUEL. - Cuarenta años de oficina. La juventud perdida.
MARÍA. - ¡Cuarenta años! ¿Y ahora? ...
MANUEL. - ¿Y quieren decirme ustedes para qué?
EMPLEADA 3ª -Ahora lo van a echar...
MANUEL. - ¡Qué me importa! Cuarenta años de Debe y Haber. De Caja y Mayor. De Pérdidas y Ganancias.
EMPLEADA 2ª - ¿Quiere una aspirina, don Manuel?
MANUEL. - Gracias, señorita. Esto no se arregla con aspirina. Cuando yo era joven creía que no podría soportar esta vida. Me llamaban las aventuras... los bosques. Me hubiera gustado ser guardabosque. O cuidar un faro...
TENEDOR DE LIBROS. - Y pensar que a todo se acostumbra uno.
-MANUEL. -Hasta a esto...
TENEDOR DE LIBROS.-Sin embargo, hay que reconocer que estábamos mejor abajo. Lo malo es que en el subsuelo hay que trabajar con luz eléctrica.
MARÍA. - ¿Y con qué va a trabajar uno si no?
EMPLEADO 1°-Uno estaba allí tan tranquilo como en el fondo de una tumba.
TENEDOR DE LIBROS. - Cierto, se parece a una tumba. Yo muchas veces me decía: "Si se apaga el sol, aquí no nos enteramos" . . .
MANUEL. -Y de pronto, sin decir agua va, nos sacan del sótano y nos meten aquí. En plena luz. ¿Para qué queremos tanta luz? ¿Podés decirme para qué queremos tanta luz?
TENEDOR DE LIBROS. - Francamente, yo no sé...
EMPLEADA 2ª - El jefe tiene que usar lentes negros . . .
EMPLEADO 2ª -Yo perdí la vista allá abajo...
EMPLEADO 1º -Sí, pero estábamos tan tranquilos como en el fondo del mar.
TENEDOR DE LIBROS. - De allí traje mi reumatismo.
Entra el ordenanza CIPRIANO, con un uniforme color de canela y un varo de agua helada. Es MULATO, simple y complicado, exquisito y brutal, y su voz por momentos persuasiva.
MULATO. - ¿Y el jefe?
EMPLEADA 2ª - No está. ¿No ve que no está?
EMPLEADA 3ª - Fue a la Dirección...
MULATO (mirando por la ventana) - ¡Hoy llegó el "Astoria"! Yo lo hacía en Montevideo.
EMPLEADA 2ª (acercándose a la ventana) - ¡Qué chimeneas grandes tiene!
MULATO. - Desplaza cuarenta y tres mil toneladas...
EMPLEADO 1° - Ya bajan los pasajeros...
MANUEL. - Y nosotros quisiéramos subir.
MULATO. - Y pensar que yo he subido a casi todos los buques que dan vuelta por los puertos del mundo.
EMPLEADO 2° - Hablaron mucho los diarios...
MULATO.-Sé los pies que calan. En qué astilleros se construyeron. El día que los botaron. Yo, cuando menos, merecía ser ingeniero naval.
EMPLEADO 2° - Vos, ingeniero naval... No me hagas reír.
MULATO. - O capitán de fragata. He sido grumete, lavaplatos, marinero, cocinero de veleros, maquinista de bergantines, timonel de sampanes, contramaestre de paquebotes...
EMPLEADO 2°-¿Por dónde viajaste? ¿Por la línea del Tigre o por la de Constitución?
MULATO (sin mirar al que lo interrumpe) - Desde los siete años que doy vueltas por el mundo, y juro que jamás en la vida me he visto entre chusma tan insignificante como la que tengo que tratar a veces...
MARÍA (a EMPLEADA 1ª) - A buen entendedor...
MULATO. - Conozco el mar de las Indias. El Caribe, el Báltico... hasta el océano Ártico conozco. Las focas, recostadas en los hielos, lo miran a uno como mujeres aburridas, sin moverse...
EMPLEADO 2° - ¡Che, debe hacer un fresco bárbaro por ahí!
EMPLEADA 2ª - Cuente, Cipriano, cuente. No haga caso.
MULATO (sin volverse) - Aviada estaría la luna si tuviera que hacer caso de los perros que ladran. En un sampán me he recorrido el Ganges. Y había que ver los cocodrilos que nos seguían...
MARÍA - No sea exagerado, Cipriano.
MULATO. - Se lo juro, señorita.
EMPLEADO 2° - Indudablemente, éste no pasó de San Fernando.
MULATO (violento) - A mí nadie me trata de mentiroso, ¿sabe? (Arrebatado, se quita la chaquetilla, y luego la camisa, que muestra una camiseta roja, que también se saca.)
EMPLEADA 1ª - ¿Qué hace, Cipriano?
EMPLEADA 2ª - ¿Está loco?
EMPLEADA 3ª - Cuidado, que puede venir el jefe.
MULATO. - Vean, vean estos tatuajes. Digan si éstos son tatuajes hechos entre la línea del Tigre o Constitución. Vean...
EMPLEADA 2ª - ¡Una mujer en cueros!
MULATO.-Este tatuaje me lo hicieron en Madagascar, con una espina de tiburón.
EMPLEADO 2° - ¡Qué mala espina!
MULATO. - Vean esta rosa que tengo sobre el ombligo.
Observen qué delicadeza de pétalos. Un trabajo de indígenas australianos.
EMPLEADO 2º-¿No será una calcomanía?
EMPLEADA 2ª - ¡Qué va a ser calcomanía! Este es un tatuaje de veras.
MULATO. - Le aseguro, señorita, que si me viera sin pantalones se asombraría...
TODOS. - ¡Oh... ah! ...
MULATO (enfático)-Sin pantalones soy extraordinario.
EMPLEADA 1ª - No se los pensará quitar, supongo.
MULATO. - ¿Por qué no?
EMPLEADA 3ª - No, no se los quite.
MULATO. - No voy a quedar desnudo por eso. Y verán qué tatuajes tengo labrados en las piernas.
EMPLEADA 1ª -Es que si entra alguien...
EMPLEADA 3ª - Cerrando la puerta. (Va a la puerta.)
MULATO (quitándose los pantalones y quedando con un calzoncillo corto y rojo con lunares blancos) - Miren estos dibujos. Son del más puro estilo malasio. ¿Qué les parece esta guarda de monos pelando bananas? (Murmullos de "Oh... ah...".) Lo menos que merezco es ser capitán de una isla. (Toma un pliego de papel madera y rasgándolo en tiras se lo coloca alrededor de la cintura.) Así van vestidos los salvajes de las islas.
EMPLEADA 1ª - ¿A las mujeres también les hacen tatuajes...?
MULATO. - Claro. ¡Y qué tatuajes! Como para resucitar a un muerto.
EMPLEADA 2ª - ¿Y es doloroso tatuarse?
MULATO. -No mucho... Lo primero que hace el brujo tatuador es ponerlo a uno bajo un árbol...
EMPLEADA 2ª - Uy, qué miedo.
MULATO. - Ningún miedo. El brujo acaricia la piel hasta dormirla. Y uno acaba por no sentir nada.
EMPLEADO 1° -Claro...
MULATO.-Siempre bajo los árboles hay hombres y mujeres haciéndose tatuar. Y uno termina por no saber si es un hombre, un tigre, una nube o un dragón.
TODOS. - ¡Oh, quién lo iba a decir! ¡Si parece mentira!
MULATO (fabricándose una corona con papel y poniéndosela) -Los brujos llevan una corona así y nadie los mortifica.
EMPLEADA 1ª - Es notable.
EMPLEADA 2ª - Las cosas que se aprenden viajando...
MULATO. - Allá no hay jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Cada hombre toma a la mujer que le gusta y cada mujer al hombre que le agrada. Todos viven desnudos entre las flores, con collares de rosas colgantes del cuello y los tobillos adornados de flores. Y se alimentan de ensaladas de magnolias y sopas de violetas.
TODOS. - Eh, eh...
EMPLEADA 2ª - ¡Eh! ¡Cipriano, que no nacimos ayer!
MULATO. - Juro que se alimentan de ensaladas de magnolias.
TODOS. - No.
MULATO. - Sí.
EMPLEADO 2° - Mucho... mucho...
MULATO. - Digo que sí. Y además los árboles están siempre cargados de toda clase de fruta.
MANUEL.-No será como la que uno compra aquí, en la feria.
MULATO.-Allá no. Cuelgan libremente de las ramas y quien quiere, come, y quien no quiere, no come... y por la noche, entre los grandes árboles, se encienden fogatas y ocurre lo que es natural que ocurra entre hombres y mujeres.
EMPLEADA 1ª - ¡Qué países, qué países!
MULATO. -Y digo que es muy saludable vivir así libremente. Al otro día la gente trabaja con más ánimo en los arrozales y si uno tiene sed (toma el vaso de agua y bebe) parte un coco y bebe su deliciosa agua fresca.
MANUEL (tirando violentamente un libro al suelo) - ¡Basta!
MULATO. - ¿Basta qué?
MANUEL.-Basta de noria. Se acabó. Me voy.
EMPLEADA 2ª - ¿A dónde va, don Manuel?
MANUEL. -A correr Mundo. A vivir la vida. Basta de oficina. Basta de malacate. Basta de números. Basta de reloj. Basta de aguantarlo a este otro canalla. (Señala la mesa del jefe.)
Pausa. Perplejidad.
EMPLEADO 1°-¿Quién es el otro?
TODOS. - ¿Quién es?
MANUEL (perplejo) -El otro... el otro... el otro... soy yo.
EMPLEADA 3ª - ¡Usted, don Manuel!
MANUEL. - Sí, yo; que desde hace veinte años le llevo los chismes al jefe. Mucho tiempo hacía que me amargaba este secreto. Pero trabajábamos en el subsuelo. Y en el subsuelo las cosas no se sienten.
TODOS. - ¡Oh! ...
EMPLEADO 1°-¿Qué tiene que ver el subsuelo?
MANUEL. - No sé. La vida no se siente. Uno es como una lombriz solitaria en un intestino de cemento. Pasan los días y no se sabe cuándo es de día, cuándo es de noche. Misterio. (Con desesperación.) Pero un día nos traen a este décimo piso. Y el cielo, las nubes, las chimeneas de los transatlánticos se nos entran en los ojos. Pero entonces, ¿existía el cielo? Pero entonces, ¿existían los buques? ¿Y las nubes existían? ¿Y uno, por qué no viajó? Por miedo. Por cobardía. Mírenme. Viejo. Achacoso. ¿Para qué sirven mis cuarenta años de contabilidad y de chismerío?
MULATO (enfático) - Ved cuán noble es su corazón. Ved cuán responsables son sus palabras. Ved cuán inocentes son sus intenciones. Ruborizaos, amanuenses. Llorad lágrimas de tinta. Todos vosotros os pudriréis como asquerosas ratas entre estos malditos libros. Un día os encontraréis con el sacerdote que vendrá a suministraros la extremaunción. Y mientras os unten con aceite la planta de los pies, os diréis: "¿Qué he hecho de mi vida? Consagrarla a la teneduría de libros. Bestias.
MANUEL. - Quiero vivir los pocos años que me quedan de vida en una isla desierta. Tener mi cabaña a la sombra de una palmera. No pensar en horarios.
EMPLEADO 1º - Iremos juntos, don Manuel.
MARÍA. - Yo iría, pero para cumplir este deseo tendría que cobrar los meses de sueldo que me acuerda la ley 11.729.
EMPLEADO 2º -Para que nos amparase la ley 11.729, tendrían que echarnos.
MULATO. - Aprovechen ahora que son jóvenes. Piensen que cuando les estén untando con aceite la planta de los pies no podrán hacerlo.
MARÍA. -La pena es que tendré que dejar a mi novio.
EMPLEADO 2° -¿Por qué no lo conserva en un tarro de pickles?
EMPLEADA 2ª - Cállese, odioso.
MULATO. - Señores, procedamos con corrección. Cuando don Manuel declaró que él era el chismoso, una nueva aurora pareció cernirse sobre la humanidad. Todos le miramos y nos dijimos: "He aquí un hombre honesto; he aquí un hombre probo; he aquí la estatua misma de la virtud cívica y ciudadana". (Grave) Don Manuel. Usted ha dejado de ser don Manuel. Usted se ha convertido en Simbad el Marino.
EMPLEADA 3ª - Qué bonito!
MANUEL. - Ahora, lo que hay que buscar es la isla desierta.
TENEDOR DE LIBROS. - ¿Hay todavía islas desiertas?
MULATO. - Sí, las hay. Vaya si las hay. Grandes islas. Y con árboles de pan. Y con plátanos. Y con pájaros de colores. Y con sol desde la mañana a la noche.
EMPLEADO 2º - ¿Y nosotros? ...
MULATO. - ¿Cómo nosotros?
EMPLEADA 2ª -¿Claro? ¿Y a nosotros nos van a largar aquí?
MULATO. - Vengan ustedes también.
TODOS. - Eso... vámonos todos.
MULATO. - Ah... y qué les diré de las playas de coral.
EMPLEADA 1ª Cuente, Cipriano, cuente.
MULATO. - Y los arroyuelos cantan entre las breñas. Y también hay negros. Negros que por la noche baten el tambor. Así.
El MULATO toma la tapa de la máquina de escribir y comienza a batir el tam tam ancestral, al mismo tiempo que oscila simiesco sobre sí mismo. Sugestionados por el ritmo, van entrando todos en la danza.
MULATO (a tiempo que bate el tambor) -Y también hay hermosas mujeres desnudas. Desnudas de los pies a la cabeza. Con collares de flores. Que se alimentan de ensaladas de magnolias. Y hermosos hombres desnudos. Que bailan bajo los árboles, como ahora nosotros bailamos aquí...
La hoja de la bananera
De verde ya se madura
Quien toma prenda de joven
Tiene la vida segura.
(La danza se ha ido generalizando a medida que habla el MULATO, y los viejos, los empleados y las empleadas giran en torno de la mesa, donde como un demonio gesticula, toca el tambor y habla el condenado negro.)
Y bailan, bailan, bajo los árboles cargados de frutas. De aromas...
(Histéricamente todos los hombres se van quitando los sacos, los chalecos, las corbatas; las muchachas se recogen las faldas y arrojan los zapatos. El MULATO bate frenéticamente la tapa de la máquina de escribir. Y cantan un ritmo de rumba.)
La hoja de la bananera...
EL JEFE (entrando bruscamente con el DIRECTOR, con voz de trueno)-¿Qué pasa aquí?
MARÍA (después de alguna vacilación) - Señor... esta ventana maldita y el puerto... Y los buques... esos buques malditos...
EMPLEADA 2ª - Y este negro.
DIRECTOR. - Oh... comprendo. . . comprendo. (Al JEFE.) Despida a todo el personal. Haga poner vidrios opacos en la ventana.
TELÓN
martes, 22 de septiembre de 2009
Idea Vilariño - No hay nadie
No estoy
no esperes más
hace tiempo que me he ido
no busques
no preguntes
no llames que no hay nadie.
Es una loca brisa de otros días
que gime
es un pañuelo al viento
que remeda señales.
No llames
no destroces tu mano
golpeando
no grites no preguntes
que no hay nadie
no hay nadie.
Idea Vilariño
Análisis - Canto I - Divina Comedia - Dante
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional.
viernes, 11 de septiembre de 2009
Lope de Rueda - Las aceitunas
PASO.
PERSONAS.
TORUVIO, simple , viejo. AGUEDA DE TORUÉGANO, su muger.
MENCIGÜELA, su hija. ALOJA, vecino.
Calle de un lugar.
Mencigüela: ¡ Jesus , padre ! y habeisnos de quebrar las puertas.
Toruvio: Mira qué pico, mira qué pico, ¿ y adónde está vuestra madre , señora?
Mencigüela: Allá está en casa de la vecina, que le ha ido á ayudar á cocer unas madejillas.
Toruvio: Malas madejillas vengan por ella y por vos : andad , y llamalda.
Agueda: Ya, ya el de los misterios : ya viene de hacer una negra carguilla de leña, que no hay quien se averigüe con él.
Toruvio: Si , carguilla de leña le paresce á la señora : juro al cielo de Dios, que éramos yo y vuestro ahijado á cargalla, y no podíamos.
Águeda: Ya , noramala sea , marido ; ¡y qué mojado que venís!
Toruvio: Vengo hecho una sopa d'agua. Muger, por vida vuestra que me deis algo que cenar.
Águeda: ¿Yo qué diablos os tengo de dar si no tengo cosa ninguna?
Mencigüela: ¡Jesús , padre, y qué mojada que venia aquella leña!
Toruvio: Sí , despues dirá tu madre qu'es el alba.
Agueda: Corre , mochacha , adrézale un par de huevos para que cene tu padre , y hazle luego la cama : y os aseguro, marido, que nunca se os acordó de plantar aquel renuevo de aceitunas que rogué que plantásedes.
Toruvio: ¿Pues en qué me he detenido sino en plantalle como me rogastes?
Águeda: Calla , marido , ¿ y adónde lo plantastes ?
Toruvio: Allí junto á la higuera breval ,adonde si se os acuerda os dí un beso.
Mencigüela: Padre , bien puede entrar á cenar que ya está adrezado todo.
Agueda: Marido , ¿no sabeis qué he pensado? Que aquel renuevo de aceitunas que plantestes hoy, que de aquí á seis ó siete años llevará cuatro ó cinco hanegas de aceitunas y que poniendo plantas acá y planta acullá de aqui á veinte y cinco ó treinta años terneis un olivar hecho y drecho.
Toruvio: Eso es la verdad , muger, que no puede dejar de ser lindo.
Agueda: Mira, marido, ¿ sabeis qué he pensado? Que yo cogeré el aceituna , y vos la acarreareis con el asnillo , y Mencigüela la venderá en la plaza ; y mira , mochacha, que te mando que no las des menos el celemín de á dos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? ¿No veis qu'es cargo de consciencia, y nosllevará el amotacen cad'al dia la pena? que basta pedir á catorce ó quince dineros per celemin.
Agueda: Callad , marido , qu'es el veduño de la casta de los de Córdoba.
Toruvio: Pues aunque sea de la casta de los de Córdoba, basta pedir lo que tengo dicho.
Agueda: Hora no me quebreis la cabeza; mira mochacha , que te mando que no las des menos el celemin de ádos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? Ven acá , mochada , ¿á cómo has de pedir?
Mencigüela: A como quisiéredes , padre.
Toruvio: A catorce o quince dineros.
Mencigüela: Asi lo haré, padre.
Agueda: ¿Cómo así lo haré, padre? Ven acá mochacha, ¿á cómo has de pedir?
Mencigüela: A como mandáredes madre.
Agueda: A dos reales castellanos.
Toruvio: ¿Cómo á dos reales castellanos? Y'os prometo que si no haceis lo que yo’s mando, que os tengo de dar mas de doscientos correonazos. ¿A. cómo has de pedir?
Mencigüela: A como decís vos, padre.
Toruvio: ¡ A catorce ó quince dineros!
Mencigüela: Así lo haré, padre.
Agueda: ¿Cómo así lo haré, padre? Toma, toma, hacé lo que y'os mando.
Toruvio: Dejad la mochacha.
Mencigüela: ¡Ay madre! ¡ ay padre! que me mata.
Aloja: ¿Qu'es esto, vecinos? ¿Porqué maltratais ansí la mochacha?
Agueda: ¡ Ay señor ¡ este mal hombre que me quiere dar las cosas á menos precio , y quiere echar á perder mi casa : unas aceitunas que son como nueces.
Toruvio: Yo juro á los huesos de mi linaje, que no son ni aun como piñones.
Agueda:Sí son.
Toruvio: No son.
Aloja: Hora, señora vecina, hacéme tamaño placer que os entreis allá dentro , que yo lo averiguaré todo.
Agueda: Averigüe , ó póngase todo del quebranto.
Aloja: Señor vecino. ¿qué son de las aceitunas? Sacaldas acá fuera , que yo las compraré aunque sean veinte hanegas.
Toruvio: Qué, no señor, que no es d'esa manera que vuesa merced se piensa, que no están las aceitunas aquí en casa, sino en la heredad.
Aloja: Pues traeldas aquí, que y'os las compraré todas al precio que justo fuere.
Mencigüela: A dos reales quiere mi madre que se vendan el celemín.
Aloja: Cara cosa es esa.
Toruvio: ¿No le paresce á vuesa merced?
Mencigüela: Y mi padre á quince dineros.
Aloja: Tenga yo una muestra dellas.
Toruvio: Válame Dios , señor, vuesa merced no me quiere entender. Hoy he yo plantado un renuevo de aceitunas, y dice mi muger que de aquí á seis ó siete años llevará cuatro ó cinco hanegas de aceituna, y qu'ella la cogería y que yo la acarrease y la mochacha la vendiese ,y que á fuerza de drecho había de pedir á dos reales por cada celemín; yo que no, y ella que sí,y sobre esto ha sido la quistión.
Aloja: ¡Oh qué graciosa quistion ! Nunca tal se ha visto : las aceitunas no están plantadas,y ha llevado la mochacha tarea sobre ellas ?
Mencigüela: ¿ Qué le paresce , señor ?
Toruvio: No llores, rapaza : la mochacha, señor, es como un oro. Hora andad, hija, y ponedme la mesa, que y'os prometo de hacer un sayuelo de las primeras aceitunas que se vendieren.
Aloja: Hora , andad , vecino, entraos allá dentro, y tené paz con vuestra muger.
Toruvio: A Dios señor.
Aloja: Hora por cierto , que cosas vemos en esta vida, que ponen espanto. Las aceitunas no están plantadas y ya las habemos visto reñidas.
lunes, 7 de septiembre de 2009
García Márquez - La siesta del martes
La siesta del martes
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.
La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos —dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.
Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: “¿Quién es?” La mujer trató de ver a través de la red metálica.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.
Entraron en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.
—Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.
—El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.
—Bueno —dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
—Con este calor… —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por veintiocho años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: “Ay, mi madre”. El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de firmar:
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.
—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.
Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta.
—Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.
—Es lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.
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