EL HOMBRE PÁLIDO (Texto)
Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles
en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado,
bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron
y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran
asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo
todo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba
el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas
ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja
y de pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su
hija.
El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para
“adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro
hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre
desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como
trapo por el aguacero.
-¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de
mazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
-Buenas tardes.
Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y
arrimeló al fogón.
-Sí, es mejor. Aquí, no más.
El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y
sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.
-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.
-De Belastiquí.
-¿Y va?
-Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy
a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el
caballo. Así que si me deja pasar la noche...
-Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en
todo caso.
-¡Como no!... Estoy acostumbrao.
La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y
cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los
golpes del corazón.
Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de
cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía
más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...
La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
-A ver, aprontá un mate.
Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al
forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste
rezongaba desconfiado de tanto mimo.
Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un
poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida,
ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los
bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían
llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al
otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos
y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo
miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como
chispas.
Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados,
sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el
cuerpo tentador de la muchacha...
¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan
linda.
Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por
los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios
carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y
hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca,
blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y
la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho
abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las
piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda
ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas
ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir
apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola
apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que
viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien
el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran
de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón, que tenían a raya el
apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al
rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le
pasó también a él. Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir
o entregar el mate.
Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron
silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres
fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló,
llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la
lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al
cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el
desconocido.
-¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.
Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con
unas cobijas.
-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Se agradece.
-¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con
la cabeza baja.
-Buenas.
Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto,
pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las
camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue
envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el
perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado, quedó brillando.
II
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular
de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso.
Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El
corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún
peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de
atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María
que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor,
que la hacía sentar de un salto en la cama.
A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina
que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que
el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar
a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos
saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba,
escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel
ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su
imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos
como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el
viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era
verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire
frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...
En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había
levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar,
había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra
dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en
la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho
sopa.
Era un negro.
-¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.
Sombrío el otro respondió: -Sí
-La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.
-No. No empezamos.
-¿Qué hay?
-Hay que yo no quiero.
-¿Qué no querés?
- Sí,
que no quiero.
-¿Pero
estás loco?
-Peor
pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
-¿El
qué?
-No
hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras;
pero esta noche, no. Y aquí, menos.
-¡Hum!
Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la
iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.
-Nadie
habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
-Peor
pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
-Es
que vos tampoco vas a ir.
-¿Desde
cuando es mi tutor el que habla?
-Desde
que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.
-¡Ah!
¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya
habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te
veo uñas, mi querido. Venite no más - y desenvainó su cuchillo.
-¡Callate,
negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.
A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se
tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con
la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas
a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se
resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo
atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre
y se le hundió en el tórax.
-¡Jesús, mama!- exclamó el negro.
Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después
enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al
trotecito.
-¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía
que no, y él que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...
La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.
Francisco Espínola
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