Cambios en la narrativa del Siglo XX
Las rupturas. El boom latinoamericano.
Como cualquier otra manifestación literaria o artística del siglo, la narrativa refleja esa crisis del concepto de “realidad” que se ha visto como común denominador de las nuevas formas creadoras. Naturalmente, subsisten todavía hoy las novelas que procuran ser un reflejo lo más fiel posible del mundo circundante, pero lo corriente es que el narrador busque objetivos muy distintos de los que se agotan en describir lo que puede verse cotidianamente. Cortázar decía: “Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías bien definidas, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable y el fecundo conocimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones de esas leyes, han sido los principios orientadores de mi búsqueda personal en una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo”.
Cortázar da por sentado que hay un seudorrealismo – “falso realismo”, “realismo demasiado ingenuo” – en el cual se ha caído por exceso de simplificación. El escritor desconfía de las leyes claramente formulables y le parece candor aceptar a pie de juntillas las relaciones de causa-efecto. La confianza del hombre del siglo anterior en que la realidad es tal como aparece queda encerrada en una famosa frase de Stendhal: “una novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino”. Cortázar considera al realismo del siglo pasado como una consecuencia del racionalismo filosófico de la centuria anterior, tenida por “el siglo de las luces”
La narrativa actual ha operado el pasaje de lo mimético a lo simbólico. Nada de imitación, copia o representación siquiera de la realidad objetiva. La nueva postura supone la sustitución de los escenario familiares por los espacios imaginario. Ocurre, también, que el narrador se instale resueltamente y desde el principio en una atmósfera inverosímil y absurda, sin que se sienta obligado a rendir explicación alguna.
El novelista típico del siglo XIX era un narrador omnisciente, alguien que lo sabía todo: vale decir, que el personaje se definía a sí mismo a través de sus actos y sus palabras, pero – si resultaba necesario – el escritor accedía a su interior, escudriñaba sus pensamientos, traducía en palabras claras sus emociones más personales y escondidas y en todo procedía como si el alma de su criatura no tuviese secretos para él.
En la nueva novela no es el escritor quien narra sino el propio personaje, son lo cual todo se organiza desde los ojos de un “yo”. La más revolucionaria e influyente forma de esta modalidad es lo que, a partir de “Ulises” (1922) de James Joyce, se ha dado a llamar “monólogo interior”.
Dujardin dice lo siguiente respecto al “monólogo interior”: “es en el orden poético, ese lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un personaje expresa sus pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconsciencia) anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente”. Se trata de acercar la palabra todo más posible a esa fluencia alógica que se ha llamado corriente o torrente de la conciencia: una catarata indivisa que tolera mal las codificaciones establecidas por las formas tradicionales de la puntuación y hasta la habitual distribución en párrafos. Separar es aquí, casi, desvirtuar. El método reduce al mínimo imprescindible para la comunicación la racionalidad del lenguaje: éste casi por definición es de todos, pero aquí se vuelve peligrosamente privativo de uno solo. Al lector le corresponde el esfuerzo de recibir, de aquella privacidad, lo que puede ser compartido. Levin dice que el narrador escribió para sí mismo, “con desprecio paranoico de cualquier lector”. Joyce estaría en una posición equivalente a la de los surrealistas con respecto a la “escritura automática.
Otra característica está marcada por las citas de “Finneganswake” que consigna que el lenguaje literario se ha aniquilado voluntariamente, hasta acoger formas expresivas esencialmente alejadas de lo artístico: todas las manifestaciones coloquiales imaginables, sin excluir la cinta grabada del diálogo más informal hasta la siempre conversación lacónica por teléfono, llena de sobreentendidos.
La narrativa de los últimos años ha visto también a la novela organizada como un “collage” de varias versiones de los acontecimientos narrados: de modo que hay vario narradores, cada uno de los cuales presenta los hechos desde su punto de vista. Si la estructura de la novela es clara y coherente con el sistema elegido – como ocurre con la “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez – el lector estará seguro de cuál es la perspectiva desde la que se está observando lo sucedido. Suele ocurrir, sin embargo que los narradores – no omniscientes, por añadidura, pues cada uno conoce sólo una arista o una cara del todo que se persigue – se constituyan como voces de procedencia incierta o ambigua.
Agréguese a todo esto la sostenida tendencia a no seguir el orden cronológico normal de los hechos. “Contar seguido, hilvanado, sólo siendo cosas de rasa importancia” dice Guimaraes Rosa. En lugar de la estructura lineal, lógica y previsible de la acción presentada en el relato, el escritor propone, un orden fundado en lo que acaece dentro del espíritu o la conciencia del protagonista: por ejemplo, la organización de sus recuerdos, que pueden privilegiar a alguna escena que no fue la primera en la secuencia de los hechos, aunque sí la más intensa y memorable. Si el lector no se dispone a dejarse conducir por el juego que así se postula, el efecto de este tipo de organización puede resultar desconcertante y parecer arbitrario.
En los temas se ha enfatizado en los aspectos ambiguos, irracionales y misteriosos de la realidad y la personalidad: la incomunicación y la soledad, y con tal intensidad que la nueva narrativa quita valor a la muerte, porque considera que la vida misma es una forma de muerte y de infierno.
Por todas partes ha sido un hecho la emergencia de una “novela metafísica”, como se la ha llamado en la imposibilidad de hallar un término más preciso. Y en ella, se volverán presente los elementos simbólicos. Uno de esos elementos simbólicos es el omnipresente burdel, escenario en amplios desarrollos de “La casa Verde” de Vargas Llosa, o “Juntacadaveres” de Onetti. Hay aquí, sin duda, un diagnóstico bien sombrío sobre el continente y la época que nos ha tocado vivir.
Un tema se ha vuelto obsesivo en la narrativa del siglo XX: el de la general rebelión contra todos los tabúes, que ha terminado por aparejar una verdadera explosión de lo erótico. En general, se ha explicado este aspecto como una de las tantas formas de agredir a la moral “burguesa. Sábato decía: “El derrumbe del orden establecido y la consecuencia crisis del optimismo (…) agudiza este problema y convierte el tema de la sociedad en el más supremo y desgarrado intento de comunión, que se lleva a cabo mediante la carne y así (…) [ella] asume ahora un carácter sagrado”
Bien puede ocurrir que el lector ya no encuentre, al enfrentarse a una novela, el viejo “placer de leer”, y todo le resulte arduo y trabajoso. Esto no deja de ser normal y comprensible, desde que el escritor ya no conduce a quien lee hacia certidumbres indiscutibles, de modo que el receptor del mensaje descanse confiado y dócilmente. Umberto Eco habla de “obra abierta”. Desde el punto de vista del “significado”, ella supone una multiplicación de los sentidos posibles, lo que obliga al lector a conquistar alguno que lo satisfaga, en un esfuerzo que lo transforma también a él en un creador o, por lo menos, en alguien capaz de “actos de invención”. En general, no es incomprensible que Eco relacione el mundo multipolar que es la obra moderna y el amplio sistema de relaciones sin puntos de vista privilegiados en el cual queda instalado el lector, con el universo espacio-temporal imaginado por Einstein. Desde luego, el lector está en su derecho de rehusar a entrar en el juego que le solicita el aporte de una perspectiva, pero el gozo artístico implica una vacación para nuestras convicciones, que es decir para nuestra individualidad.
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